La cruz en sí misma no tiene ningún valor, inclusive es negativa y destructora. Ella nos habla del poder del mal; éste es fuerte y aparece persistente en forma de violencia, injusticia, materialismo y miseria. Muchos sufren todo este tipo de cruces y quisieran acabar con el mal para transformar la historia y lo único que pueden percibir es una total impotencia ante los tentáculos del mal organizado.
Además de las cruces que nos vienen por nuestra condición humana y por el pecado, hay otras que son consecuencia del ser cristiano. La cruz cristiana es el precio que hay que pagar por la conversión de renuncia a vivir (Mt 18,8). La fidelidad al reino de Dios conlleva la cruz de Cristo. La Iglesia y el cristiano deben caminar por el mismo camino que Cristo, es decir, por el camino del servicio y del amor. Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino...; así también la Iglesia, aunque necesita de medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y abnegación, también con su ejemplo (LG 8).
La cruz cristiana encierra una fuerza redentora. Para Juan de la Cruz no es sencillamente sufrimiento, sino gloria de Dios anticipada; en ella triunfa Jesús y desde entonces se ha convertido en signo de salvación. Todo aquel que la mira con ojos de fe y ve en ella a Jesús, podrá tener la misma actitud de los apóstoles en las horas de prueba. Ellos se fueron contentos de la presencia del Consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús (Hch5, 41).
Jesús invita a los cristianos a tomar la cruz, a cargar cada día con la cruz, a perder la vida (Mt 16,24). El que no carga con su cruz y le sigue, no puede ser su discípulo (Lc 14,27). Seguir a Jesús es cargar con la cruz como él, estar donde está él y dar la vida. Hay que llevar la cruz como él, con mansedumbre y humildad, silencio, paciencia y dignidad. Ante sus acusadores no se defiende, no se justifica, no responde nada ante Caifás, ni ante Pilato, ni ante Herodes.
La cruz que debemos cargar es la que brota del amor; tenemos que ser, pues, cirineos para poder aliviar los sufrimientos y cargas de los otros. Si somos seguidores de Jesús, no ha de faltarnos la cruz. Cada persona tiene una forma de llevarla. San Juan de la Cruz, que supo de cruces y desprecios, que buscó el padecer y el ser despreciado, saboreó la cruz a secas y a ella se abrazó. Cuenta su biógrafo, fray Alonso de la Madre de Dios, que orando ante una imagen de pincel muy lastimosa de Cristo nuestro Señor con la cruz a cuestas le habló el mismo Señor por medio de la imagen y le dijo: Fray Juan, ¿qué quieres te conceda por lo que por mí has hecho? A lo cual respondió: ‘Señor, concededme que padezca yo trabajos y sea menospreciado por vos.
Santa Teresa da una receta bien fácil para poder llevar la cruz con alegría: Poned los ojos en el Crucificado y todo se os hará poco.
León Felipe en un poema dedicado a la cruz escribe:
Hazme una cruz sencilla, carpintero… sin añadidos ni ornamentos, que se vean desnudos los maderos, desnudos… y decididamente rectos: los brazos, en abrazo hacia la tierra, el astil disparándose a los cielos.
Y José María Pemán canta:
“Bendito seas, Señor
por tu infinita bondad,
porque pones con amor
sobre espinas de dolor
rosas de conformidad”.
No está mal que el Señor nos concediera una cruz sencilla, y sobre las espinas rosas de conformidad.