Decía la poeta Gloria Fuertes que “todo esto sucede porque estamos cansados”. Uno se revuelve en su cansancio intentando desquitarse de él como el que aparta una manta pesada sin ver que el problema está en la base. Leo dos líneas y retrocedo tres páginas al no entender por qué el cansancio tiene menos letras que la tranquilidad. Y las ojeras son más que las marcas de una noche en vela. Son el silencio ingrávido de una vida en movimiento. La palabra evitada de un parlanchín que anuncia sus cinco horas de sueño cada mañana.
Digo que hay en mi pueblo un Cristo de los Cansados con un deje de ruralidad falsificada (los posesivos, aparte de entrañar cierto sentimiento identitario, son una cuna para la ambigüedad, lo cual me divierte). Es un término algo suavizado para los desertores de la severidad. El Cristo de la Cama de Peñaranda de Bracamonte es un cristo que ha tomado la sepultura como lugar de descanso momentáneo. Entre las sábanas asoma su cabeza ensangrentada y su mirada ausente. Su barba bífida se acomoda a las arrugas del embozo. No sabe el Cristo de la Cama que sus gotas de sangre terminarán manchando la almohada confeccionada con tanta devoción, con tantos avemarías y entre tantos chascarrillos. Tampoco sabe quién hizo de la fría piedra sepulcral un lugar para conciliar la verdad entre el bien y el mal. Que aquel dolor pasaba a ser algo remediable, incluso secundario, un rojo encaje bordado en su carrillo. El Cristo de los Cansados descansa sobre un colchón abultado por el amor humano. Cuando se descorre el dosel cristalizado de su cama, el Cristo de los Cansados sigue sumido en el sueño gracias al arrullo de las zapatillas sobre el suelo. No le despiertan las conversaciones rutinarias ni las sonrisas ante sus pies desnudos y horadados ni los besos dados por sus nuevas enaguas en sus llagas. Resultaría extraño pensar cómo los ritos funerarios, los de la mirra y los ricos perfumes de aceite, tratan ahora de derramar sobre él miradas exhaustas. Y sin embargo se convierte en hábito, así como la fatiga mora entre nosotros. Ojos que cargan una preocupación, iris que tienen el color de una angustia ajena, visiones de la extenuación. Personas que pasan ante el Cristo de los Cansados, cellisca de polvo cubriendo abúlicamente su sábana. Una apatía que huele a cruce de caminos y arropa al Cristo porque está cansado del juego de Morfeo. El Cristo de los Cansados bien podría moverse, pues es articulado. Debió ser uno de esos cristos que escenificaba un descendimiento durante el Barroco, uno que demostraba que la imagen está viva. En algún momento, dejó la cruz para quedarse perennemente en su lecho. Él prefirió convertirse en uno más de sus devotos y rechazar el teatro conmemorativo. Ser uno más de los cansados, de los que abrazan la cama por la noche con el disgusto de un junco roto. El Cristo de los Cansados toma el amor por los demás como colchón. El Cristo de los Cansados toma la sábana como palabra aletargada y promesa. Y duerme.
El Cristo de los Cansados es el único que no recibe una corona floral. Tampoco las reciben los inertes exhaustos. Quizás hay en ese cansancio un recuerdo o una flor, no sé muy bien qué los diferencia.