Cuentan que Alejandro Magno solía taparse un oído con la mano cuando le traían quejas contra otra persona, pues el otro lo dejaba para escuchar al acusado.
Escuchar es distinto de oír. Oímos ruidos, palabras y lo hacemos sin que intervenga nuestra voluntad. Oímos sin querer. El escuchar es un acto consciente, voluntario y libre. Escuchar no quiere decir no hablar; escuchar es algo más que estar callados. Con frecuencia escuchamos sin oír, del mismo modo que también oímos sin escuchar. Escuchamos sin oír cuando queremos confirmar nuestras ideas en lo que dicen los demás. Por querer escuchar algo preciso, se obstaculiza el simple oír.
A medida que amamos a una persona, la escuchamos con benevolencia, ya que la palabra y el silencio sirven al amor. El nivel más profundo de comunicación se realiza por medio del amor, pues el amor une; cuando detestamos a alguien, no lo escuchamos y si podemos herirlo con nuestra palabra y silencio, lo hacemos y nos quedamos tan tranquilos.
En nuestras relaciones humanas y divinas oímos, pero escuchamos menos. ¿Cómo restaurar, pues, en nosotros la doble capacidad de oír y escuchar?
El Señor se complace en aquellos que escuchan su palabra y les colma de bendiciones, da vida al alma y establece su morada en medio de su pueblo. Escuchar a Dios: esa es la fuente de la felicidad y la vida. Para escuchar a Dios hay que hacerlo en el momento presente en que vivimos y hay que llevar lo que se escucha a la vida.
El Señor constantemente suplica a su pueblo que le escuche: Escucha, oh Israel (Dt 6,4). Escuchad mi voz y yo seré vuestro Dios (Jr 7,23). Este es mi hijo muy amado (...) Escuchadlo. La escucha es la condición primera y fundamental para el amor de Dios y es este amor a Dios el mejor fruto que se puede conseguir. Todo el afán de la Sabiduría será llevar al creyente a la escucha. Dios nos escucha en silencio y propone el mismo método para escucharle. Dios es la Palabra y, al mismo tiempo, el gran Oyente, que acoge nuestras palabras dispersas, despeinadas, inquietas, y les va restituyendo su profundidad. Quien se ha ejercitado en oír y escuchar el Silencio es capaz de entender lo que no es dicho (X. Melloni).
Para escuchar la Palabra se necesita silencio interior; para acogerla hay que escucharla atentamente, prestar oído a su voz, con todo el corazón y toda el alma (Dt 30,2). Escuchar supone abandonarse en fe, esperanza y amor, tener la misma actitud de Abrahán, Samuel y María. La escucha requiere confianza en el que habla, pues la Palabra ni se impuso a nuestros padres ni se nos impone a nosotros; vino a los suyos, a los de su casa y no la recibieron. La palabra es rechazada, no prende en el corazón de los ricos, es sofocada, por las preocupaciones, placeres. Las vicisitudes por las que pasa la Palabra puede verse en la parábola del sembrador (Lc 8,5-8). El proceso de la no escucha empieza por la indiferencia y apatía y termina por el endurecimiento total del oído y del corazón. No escuchar la palabra de Dios es privarse del agua de la vida y preferir las aguas que ocasionan la muerte.
¡¡Ojalá escuchásemos más a Dios, a los otros y a nosotros mismos!