OPINIóN
Actualizado 07/03/2024 07:52:48
Álvaro Maguiño

En la década de los años 30 en Estados Unidos, los coletazos de la Gran Depresión hacían una profunda mella en la sociedad. Sociedad oculta tras la alargada sombra de la bolsa protagonista. Y en esa ocultación se escribieron las páginas de Pregúntale al polvo, la novela cumbre de John Fante según la crítica. Un libro que ronda en mi cabeza desde hace años, al que me acerco con la misma curiosidad de un gato antes de ver pasar toda su vida ante sus ojos, pero que alejo al encontrarlo tan cerca de mi autora-hogar, Annie Ernaux. No, nunca he leído a John Fante, pero evoco su título por necesidad y costumbre.

El polvo es la parte ínfima de la materia. Es el último estadio antes del olvido. Recuerdo aquello de Góngora, aquella gradación tan rotunda, tan melancólica, tan doliente que sigue viva. Ponía al polvo en tercer lugar, quedando todavía pendientes la “sombra" y la “nada”. Su lugar no es arbitrario en el poema, pese a mi consideración contradictoria anterior. Al acumularse, el polvo proyecta un simulacro: define una materia que antes estuvo ahí, aunque el verbo adecuado es “rememora”. Vemos el polvo como una lámina triste disponible para ser arrastrada por la yema de nuestros dedos. Y, sin embargo, “su origen no lo sé”. A veces, el polvo aparece como una duna, maleable en su diseño, ligera en su caminar y robusta en su apariencia. Pienso en el polvo, aunque su imagen se manifiesta en mi cabeza como la arena. Al fin y al cabo, la arena es también lo que las ondas han hecho con las conchas. También las personas.

Veo en el telediario una noticia: unos influencers esconden un maletín con mil euros en el entorno natural y protegido de las Dunas de Maspalomas. Evidentemente, no iban a tardar en aparecer los buscadores del tesoro, quizás aburridos, quizás necesitados, pero realmente engañados, cargados de artilugios para profanar el lugar. Debió de ser el desconocimiento sobre el lugar el que precisamente llevó a los convocantes de la búsqueda a esa localización tan bella por su mutabilidad y su inestabilidad tranquila. Veo en esta historia una certeza: el medio ha pasado a un plano invisible. El paisaje, como en la gran mayoría de iconos, es inexistente. Ha pasado a un plano mítico, desconocido, explorable en el sentido sensorial, aunque listo para ser profanado. Un paisaje diseñado para ser pisado, puesto allí no por los avatares medioambientales, sino listo para ser encontrado, como diría Idea Vilariño. Y añado, un lugar inventado para retratarlo en Instagram. El verdadero problema aparece cuando un lugar natural ya no es concebido para acoger la vida, sino que su objetivo no es otro que llamar al capital y a la desidia humana consecuente. Debemos de poner el foco cuanto antes en una correcta educación medioambiental para evitar atropellos a la naturaleza como estos. Dueños de todo, poseedores de nada. Gente que toma del agua su cualidad destructiva y no su tranquilidad. Gente que tiene delirios de océano. Ondas que parten las conchas y las convierten en polvo.

Me pregunto si alguna vez alguien le ha preguntado al polvo. O si es tan cierto como aterrador el refrán “de aquellos polvos, estos lodos”. De aquellas olas, esta arena. De aquellas personas, estos destrozos. De aquel suceso, esta tempestad.

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