Macedonio Fernández no hablaba. Al menos, así lo imagino. Tampoco escribía obras premiadas por amigos. Redactaba prólogos de obras no escritas, o no publicadas.
Con el tiempo, escribir se ha vuelto fácil. Las personas que enfrentan la página en blanco saben cómo es. Un universo de posibilidades se desplega en la mente del autor, pero una niebla, como la de Unamuno, lo cubre. Dos corrientes chocan, la de la totalidad de los recursos disponibles y la de la incapacidad de echar mano de ella. La escritura, como el café de la máquina Wega a mi lado, cae depurada y elegante.
Hoy, cada palabra tiene su número, peso y medida, como lo refirió San Agustín. La pluma en la mano no la mueve la pasión, ni la ambición, ni el tedio. La tinta, en cambio, la atraviesa una luz de no sabemos dónde. Su espejo oscuro refleja una realidad transparente.
La escritura lleva tiempo. Va un paso detrás de los hechos. Busca asir la realidad, para topar, al cabo de los renglones, con las cosas. En algo se parece a la respiración. No evita que los eventos (desafortunados) sucedan, pero sí permite enfrentarlos. La escritura desconoce la magia. No acorta ningún plazo de tiempo para precipitar ningún hecho. No opera contra la naturaleza.
La escritura, por eso, se retira a un lugar apartado. Goza de una perspectiva impagable para contemplar y actuar. Un escrito, lejos de redactarse esparciendo a puños las palabras en la hoja, se pesca con paciencia y resignación. No suelta la pluma de pescar y aguarda en silencio, contemplando el agua de papel.
Su voz no suena con la cavidad bucal. Habla de otro modo. Su origen, su forma, tiene otra fuente, ubicada no en la lengua, sino en el alma. El soplo de su viento llega de ahí. Al soplo, además, lo contiene otra estructura, el universo. La totalidad del ser, el universo, el soplo del alma, la escritura, cae a cuentagotas aquí.
La escritura no encima. No invade ningún espacio ajeno. Se contiene en los límites de su cuerpo letraherido. No ríe ni apunta con el dedo a ninguna persona. Si ríe, lo hace de sí misma. De su pasado, cuando en lugar de escritura era llanto. Todo, sin prisa, cae en su lugar. Con esta escritura, hablaré.
Siempre me han llamado la atención los personajes raros. Esos personajes que parecen tener las cosas claras y actúan en consecuencia. El destino, para ellos, presenta un camino diferente de la sociedad. Tienen una mirada definida, sostenida, convencida. Miran a los ojos sin viso de temor. Cuando hablan, tienen palabras numeradas, pesadas, medidas.
Recuerdo algo años atrás, cuando veía una película y tuve que ir a la tienda de la esquina. A mi regreso, la película había terminado. En ese canal, por las noches, buscaba películas similares. En otra cinta, la protagonista no alcanzaba la mayoría de edad.
Un día en casa, un tío hojeaba uno de los libros de pintura de gran formato de la biblioteca. Me acerqué a inspeccionar lo que hacía. Parado ante la mesa, pasaba las hojas pesadas del volumen y quizá tomaba notas en un cuaderno. Sus libros, supongo, los debía tener anotados. Ponía parte de su vida en esos quehaceres intrascendentes. La vida, considerada a la luz de esos criterios, constituiría en realidad un prólogo a otra vida más, donde quedarían en limpio los apuntes.
Macedonio Fernández no hablaba. Al menos, así lo imagino. Tampoco escribía obras premiadas por amigos. Redactaba prólogos de obras no escritas, o no publicadas. Uno no alcanza a saber nada. La realidad material de las cosas, tal como vemos, es lo único que existe. Por eso uno no alcanza a saber nada.
La despreocupación, cuando la antecede la calidad de vida, hace gala de una disposición vertida en las cosas pequeñas. La grandeza perseguida en los años de formación, en ocasiones se alcanza en el aprecio de estas cosas sencillas, en la edad madura. La poesía se encuentra ahí, en los instantes impalpables, está suelta, libre. Su hierofanía no cabe en las manos. La poesía escapa a la escritura y la representación gráfica. La representación gráfica y la poesía, en el mejor de los casos, apuntan a la sombra donde alguna vez se oyó su rumor.
La poesía nos insta a guardar silencio. Nos invita a descalzarnos. Entonces, el cielo con su multitud de piedras se enciende por la noche. La poesía llega del cielo con los pájaros. Se atisba no por los ojos de los jóvenes, a quienes la naturaleza les concedió su gracia sin pagar nada. Se alcanza por los ojos de las personas trabajadas, cansadas. La ven los niños sin hogar. Los perros que, como nosotros, en la calle, no confían en nadie y buscan, sin saberlo, un lugar donde puedan ser fieles hasta la muerte.