La muerte de dos guardias civiles que hace unos días fueron embestidos por una narcolancha en el puerto de Barbate (Cádiz), nos recordó que el tráfico de drogas sigue siendo un problema de los más graves que tenemos, pero a juzgar por lo sucedido y por el silencio que viene sufriendo esta lacra desde hace algún tiempo, no parece que para las autoridades sea un problema social que les preocupe demasiado.
No hace falta socializar mucho para descubrir que hay personas que ni buscan trabajo ni quieren encontrarlo, pero viven muy bien, en buenas casas, con buenos coches, sin privarse de viajes, asistir a partidos de fútbol y salir de bares y restaurantes con frecuencia, y esto es inviable si solo se cuenta con las ayudas sociales a las que encima tienen derecho por “falta de ingresos”.
Todos conocemos padres muy serios y trabajadores que se han visto en la ruina por hijos que han caído en las redes de la droga, y cuando las cosas se ponen mal y acaban convertidos en delincuentes, son ellos los detenidos, los que van a la cárcel, los que tienen que enfrentarse a la Justicia, no los que se las venden, con lo que los padres son las verdaderas víctimas.
Con frecuencia nos despiertan noticias de niños, incluso bebés, que son abandonados por sus padres, maltratados, a veces asesinados, y aunque no suele hacerse público, a nadie se le escapa que las drogas tienen mucho que ver en estas conductas.
Ante este problema que destroza tantas familias y a tantos jóvenes cabe preguntarnos por qué en lugar de prohibir las drogas y hacer la vista gorda, no se legalizan de una vez por todas y se acaba con los vendedores a golpe de impuestos y multas. Esto que puede parecer una barbaridad no es una idea mía, son los gobernantes los que tienen claro que los ciudadanos solo cambiamos tocándonos el bolsillo, y esta ley que todavía podemos escribir con minúscula es la que aplican a los trabajadores honrados y no se les cae la cara de vergüenza.