OPINIóN
Actualizado 15/02/2024 08:02:02
Tomás González Blázquez

Siendo la premisa inicial que las glorias humanas, en cuanto humanas, son necesariamente vanas, su plasmación concreta está inevitablemente sujeta al exceso, al defecto, en definitiva al error, ya sea loa u olvido, elogio o insidia, predilecta o adoptiva, en forma de premio, medalla, calle, placa, título nobiliario o pensión vitalicia. Vanagloria.

Habrá ilustres galardonados inmerecidos y héroes que nunca saldrán del anonimato, injustos ataques a la fama ajena y desmedidas exaltaciones de quienes no pensaron, no inventaron, no batallaron, no crearon, no gobernaron, no se vaciaron de sí mismos como para tanto. Los más sabios y santos no es que conozcan que todo es vanidad sino que lo aceptan y la combaten. Sic transit gloria mundi.

Si de reconocimientos hablamos, mención aparte correspondería a los corazones de piedra incapaces de callar un minuto en señal de luto por dos servidores públicos asesinados por criminales, pero todo guarda una coherencia: la de los que, desde siempre, jalearon estas muertes y la de los que pactan con ellos, el tiempo que sea, la alianza de lo que llaman con grandilocuencia progreso pero es mero y vulgar poder.

Con pasear por una ciudad o un pueblo, cualesquiera, con poca atención que se ponga y poco bagaje que se tenga ya se da uno cuenta de que allí tampoco se está libre de la vanagloria, como buena comunidad humana. Arrojarse los méritos y deméritos de diferentes épocas, presuntos antecesores, es otro clásico, como si no fueran todos seguros antepasados nuestros, como si su legado consistiera no en rescatar lo bueno sino en asegurar la herencia de lo que perpetúa la división. Pero no, las ideas también son mestizas, los contextos variables, y la Historia, una ciencia para aprender más que una memoria para discutir. Posiblemente por eso soy partidario de los datos concretos y escuetos, y prefiero buscar, contrastar, enfrentar opiniones, cuando me topo con el nombre de una plazuela, con una lápida conmemorativa o con un blasón o medallón puesto en lugar de privilegio. A esto me animó el reciente martes día 8 ver la inscripción recién colocada en el lugar que va a rotularse como "de las Comendadoras de Santiago" junto a la Ronda de Sancti Spíritus.

Según la documentación disponible, un centenar y medio de brigadistas internacionales estuvieron presos en Salamanca durante la Guerra Civil. La mayoría británicos, pero de más de una veintena de procedencias. Según reza el homenaje, su prisión fue "por defender el entonces orden constitucional vigente" (¿no sonaría mejor con el adverbio temporal entre adjetivos?). No dudo de que así fuera, pues seguro que muchos brigadistas, y a lo mejor incluso todos los cautivos en Salamanca, llevados por ideales que les pusieron armas en la mano (fin y medios para otro día), de verdad se afanaron en defender, aunque fuese a base de tiros, ese (des)orden constitucional de la España gubernamental, atacado de frente por la España sublevada y desde dentro y por la espalda por la España revolucionaria, con su sangrienta retaguardia de la que hablar parece tabú.

Sin embargo, convertir al conjunto de las Brigadas Internacionales en adalides de la libertad y la democracia, como aspiran a establecer las leyes vigentes, no se compadece con una valoración más aséptica del despliegue de voluntarios que acudieron en auxilio del Frente Popular más que de la Constitución Española de 1931, pues aquel ya había engullido a esta. ¿O todavía, a estas alturas del siglo XXI, pretenden colar por demócrata una milicia constituida y reclutada por la Internacional Comunista bajo la disciplina del dictador soviético Stalin?

Chirriaría mucho la nueva placa si por la reabierta cárcel de las Comendadoras hubieran pasado brigadistas como Wilhelm Zaisser, el primer director de la Stasi, o Erich Mielke, su director eterno, enemigo de la libertad en esa parte de Alemania que paradójicamente se hacía llamar República Democrática. Tampoco encaja en el perfil de brigadista demócrata uno que no terminó entre las rejas salmantinas, el yugoslavo mariscal Tito, con tantas masacres en su negro palmarés. Y suerte de que no recalara en el desaparecido penal el tirano albanés Enver Hoxha, que en Tirana precisamente mandó ahorcar a Koçi Xoxe, de brigadista poderoso a brigadista caído ya en desgracia, pues así se las gastaban entre los jerarcas comunistas. Si ellos, y muchos otros, vinieron a España a defender la libertad y la democracia, el hecho histórico objetivo es que no hicieron lo propio en sus naciones, sino todo lo contrario. No caben en Alemania, Albania o lo que fue Yugoslavia las placas que se podrían encargar para contarlo. Allí implantaron, con toda su energía, el fascismo antifascista.

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