OPINIóN
Actualizado 13/02/2024 11:53:09
Isaura Díaz Figueiredo

Viernes, 21 de febrero de 2003. Las horas desde ayer pasan lentas, muy lentas y a la vez rápidas, como el atleta que desea llegar a la meta cuanto antes. Así fue tu final, papá.

Cuando salí de Salamanca el cielo estaba gris. Gris como mi espíritu y a la vez incierto… no sabía cómo te iba a encontrar al llegar al hospital de Orense.

Y allí estabas lucido en todo momento y privado del habla… Tuvo que ser terrible que lo que tanto amabas te fuera arrebatado al final de tu paso por este mundo.

Te fuiste con dignidad, de forma ejemplar. Habías sufrido muchísimo. Moriste en mis brazos, y desde entonces no temo a la muerte.

Sonreías con tanto placer, tus ojos emanaban una luz especial.

Y así me dejaste en aquella mañana, donde el cielo era un lienzo grisáceo, mucho viento, fuertes lluvias y baja temperatura. Tú, la lluvia y las nubes eráis los protagonistas. Algunas lloraban de emoción, el viento se llevaba muy bien con ellas y acompañaba a las pocas hojas que quedaban con pequeños pasos de baile.

Queridísimo papá, te seguí camino del tanatorio al cementerio. No sentía nada, estaba vacía. En los 30 km que nos separaban de la ciudad, comprendí que tú habías sido la única persona con la que yo tuve algo muy especial. El coche fúnebre cruzó la puerta. Miraba el ataúd, las flores, las coronas, empecé a tiritar y fue ese el momento en que supe que habías muerto.

DEP, gracias por haber sido mi padre.

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