OPINIóN
Actualizado 12/02/2024 10:34:18
María Jesús Sánchez Oliva

Si los campos hablaran nos dirían que no lloremos por ellos, que lloremos por nosotros, porque podríamos vivir sin muchas cosas que tenemos por imprescindibles pero sin comer tres o cuatro veces al día viviríamos poco y enfermos desde el segundo día de ayuno, y los tomates, las lentejas, las naranjas, los huevos, la carne y el pescado no caen del cielo como el sol, la lluvia y el viento, hay que sembrarlos en la tierra y la tierra necesita hombres y mujeres que la cultiven.

Los campos españoles, la agricultura y la ganadería, están en las últimas, y estos días, los pequeños agricultores, los grandes, que haberlos hailos, no tienen que preocuparse, están tan bien mirados por los ojos oficiales que en lugar de vivir pendientes del hombre del tiempo, son sus gestores los que están pendientes del Boletín Oficial del Estado, del ayuntamiento, de la provincia o de la autonomía correspondiente para sumarles ayudas a lo que reste el tiempo, tampoco tienen que trabajar de sol a sol, pueden tener jornaleros que por pura necesidad trabajen por el mismo jornal sin mirar el reloj, las inspecciones, si es que alguna vez las tienen, no es fácil que los pillen de sorpresa, porque con dinero se pueden comprar voluntades que avisen para que todo esté en orden o lo parezca, y pueden vivir en la ciudad tranquilamente sin más tareas que desplazarse en buenos coches de vez en cuando para controlar, son los pequeños, los jóvenes que decidieron quedarse en los pueblos para seguir trabajando las tierras que tantos sudores les costaron a sus padres en lugar de emigrar a Cataluña o al País Vasco, los que hoy tienen más de cincuenta años, los que tuvieron que arrendar parcelas para compensar gastos multiplicando el trabajo, los que por falta de máquinas apropiadas tienen que pagar para recoger las cosechas, los que tienen que tirar las patatas porque les pagan por venderlas menos de lo que pagaron para sembrarlas, los que ante la penosa situación han decidido coger sus tractores y plantarse en las ciudades para pedir auxilio.

Si los campos hablaran les dirían que han hecho muy bien, porque además de más razones, tienen el mismo derecho a manifestarse que los sanitarios, los funcionarios y los docentes, pero que no esperen encontrar algún remedio para sus males porque cuando los agricultores y los ganaderos se quejan España se queda sorda. Sorda se quedó durante la pandemia: durante los tres meses de confinamiento, a las ocho de la tarde, los ciudadanos salían a los balcones para aplaudir a los sanitarios, a los que estuvieron al pie del cañón y a los que se dieron de baja para escurrir el bulto, a la Policía, y a la Guardia Civil, pero nunca hubo aplausos para los que consiguieron que en nuestras mesas no faltaran los alimentos ni un solo día. Sorda se quedó el sábado en la fiesta del cine en Valladolid: hubo palabras en contra de la violencia machista, en contra del drama que viven los palestinos, pero nadie se hizo eco del problema de los agricultores. Solo abre los oídos cuando los urbanitas se quejan de que los tractores les están complicando la vida en la ciudad, que es cierto, hay que entenderlo, pero se queda sorda cuando se cortan las calles, se desvía la circulación, se impide el acceso a los hospitales y se cambian las paradas de autobuses para organizar carreras que deberían hacerse fuera de la ciudad para no molestar por el gusto de correr como ladrones huyendo de la policía.

Los campos españoles están indignados con todas las administraciones y tienen toda la razón del mundo: en lugar de unirse para defender a los agricultores y a los ganaderos españoles de los ataques de la Comunidad Europea, han optado por proteger a los lobos para que acaben con sus rebaños de ovejas, por sacrificarles vacas por estar enfermas según unos y sanas según otros, por envenenarnos con insecticidas que son saludables si los productos que los utilizan vienen de fuera, por descuidar los campos para que se quemen aunque digan que lo sienten en el alma, por acusarlos de maltratar a los perros por no tenerlos secuestrados en un piso, disfrazarlos de personas y obligarlos a mear cuando quieren sus dueños, no cuando tienen gana aunque revienten, porque son los que contaminan estén cerca o estén lejos, los que no impiden que los gallos despierten a los urbanitas que van a pasar un fin de semana a una casa rural, los que hacen que los pueblos huelan a vacas, a cerdos, a cabras… y sacándose de la manga leyes que necesitarían siete abogados para interpretarlas y no lo conseguirían porque solo tienen una finalidad: que se vayan sin que los echen.

Si los campos hablaran nos dirían que en cuanto acaben de morirse los ayuntamientos rurales empezarán a dar permisos para que se organicen simulacros de siegas, de trillas, de podas… como reclamo para recibir turistas.

Conmigo que no cuenten.

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