Solo en ocasiones se libera de tal condición, cuando la voz de la musa de fuego castellana suena en la corriente de la tinta impregnando su sustancia en la hoja de papel.
La escritura, como todas las cosas de la vida, responde en parte a sus circunstancias. No se encuentra desprovista de su entorno. Su actividad humana, para bien o para mal, se encuentra vinculada a la pluma de la persona. Solo en ocasiones se libera de tal condición, cuando la voz de la musa de fuego castellana suena en la corriente de la tinta impregnando su sustancia en la hoja de papel.
Resulta gracioso escuchar algunas conversaciones de la gente. No recuerdo si fue en Salamanca donde un amigo mencionó la expresión “las películas que la gente tiene montadas en la cabeza”. También los gestos de las personas resultan curiosos. Mencionaré un ejemplo, atestiguado en dos casos no lejanos al día de hoy, no distanciados entre sí.
En el caso más reciente, una persona sentada en la barra de un bar sostenía una conversación escrita en el teléfono y escondía la pantalla de la vista de sus compañeros. Giraba el teléfono fingiendo descuido, y con la mirada de sesgo seguía el diálogo. Algo parecido sucedía pocos días antes en un café. El padre de familia, sentado en otra mesa, mirando de lejos al bebé jugando con su madre. Echado atrás en el asiento, entornaba los ojos de un modo sospechoso cuando escribía en el teléfono.
En los concursos literarios, de otra parte, también en ocasiones queda a la vista otro tipo de estas “películas”, con la distinción del jurado a sus amistades. En mi caso, me ha tocado no solo ver esa situación, sino además participar penosamente de ella. La persona galardonada me escribió para pedirme una reseña de su volumen premiado. Yo acepté. Como todos sabemos, cuando uno se humilla, entonces el Señor lo levanta.
Otro caso particularisísimo lo tenemos en los poetas que, como yo, publican su propia obra. El otro día en un zoológico de Nanjing, China, grandísimo, con un recorrido de kilómetros, admiraba las panteras, los leones, los lobos, los elefantes, las jirafas, las serpientes. Veía animales que solo conocía en televisión. Había una gran variedad de especies, con características particulares.
Ahora, en el café donde escribo, qué música estoy escuchando. Un jazz de la calle de una película neoyorkina financiada con dinero blanco. Esos músicos callejeros, salvando la distancia de su evidente condición de calle, parecen conocer una forma de alegría diferente a la del teatro del mundo, donde no se echa en falta nada más en la vida, salvo la bendición de seguir contando con la oportunidad de tocar más y más música.
El sistema de escritura del español tiene vocales y consonantes. Un ejemplo de vocal lo observamos en la “e”, de la persona que “eh”, aspirando el sonido. Para el caso de las consonantes, podemos simplemente clavar la mirada en la letra “te”, que parece una cruz. Después, si juntamos dos sonidos, formamos una sílaba. Aunque una sílaba puede constar de solo un sonido también. La sílaba equivale como a un peso mexicano, que tiene poco valor, pero bien apostado marca la diferencia.
Al juego de cartas, los mejores jugadores nunca llevan dinero porque nunca pierden. La gente los mira, como aquí en Nanjing cuando juegan cartas o ajedrez en las esquinas de las calles. Ellos ponen aún más empeño. En ocasiones, esperan la llegada de alguna persona especial, que suele hacer sus compras del mercado en el área. Sus miradas se cruzan por un instante sin decirse nada. Lo anterior lo leí en la novela La historia de un principito rojo (The Story of A Red Princelig, en el original inglés), de Weijia Wang.
El jazz del café le ha cedido el paso a una guitarra española. Un día en Salamanca, un profesor escuchaba una pieza similar. Cuando entré en su despacho, estaba sentado junto a la ventana. Me dijo el nombre del guitarrista. Creo que tocaba algo de Andalucía.
La escritura, como una cámara fotográfica o de video, nos lleva por las ciudades y el campo, por los lugares públicos y privados. Nos conduce a un castillo de Luxemburgo y pone frente a los ojos los instrumentos de tortura de siglos pasados, y los parajes donde los luxemburgueses hablan luxemburgués, y los no luxemburgueses hablan alemán, francés o inglés, amén del portugués de muchas personas con trabajo ahí. La escritura nos muestra la realidad humana, posando en un escaparate o colgando boca abajo, al modo de una res en un gancho, abierta en sus entrañas más viscerales.
La escritura, en definitiva, proyecta con su luz de palabras las películas que la gente tiene montadas en la cabeza. Escucha lo que las personas dicen y lo reproduce sin pizca de engaño, en los renglones horizontales de su ser en occidente. Mueve la manivela de muñecos autómatas, que la gente de carne y hueso reproduce cuando sueña algo distinto a lo que es. Las poses, como decimos en México, suelen esconder —en alegoría— la tramoya de una selva con las fieras de Dante y San Juan de la Cruz. La escritura solo en ocasiones se libera de tal condición, cuando la voz de la musa de fuego castellana suena en la corriente de la tinta impregnando su sustancia en la hoja de papel.
Hoy en China entramos en el Año del Dragón. Antiguamente, los fuegos artificiales ahuyentaban a los demonios del cielo. Y una moneda junto a la almohada de los niños ahuyentaba a otro demonio. Por esto, las personas mayores regalaban dinero en sobres rojos a sus nietos. Mi estudiante Zoe me lo platicó en un ensayo que no cito porque lo dejé en mi despacho. Ahí menciona el giro tecnológico de la tradición. Las personas envían sobres rojos electrónicos. No circulan las monedas metálicas que reflejan la luz de la luna junto a las almohadas por la noche. Los fuegos artificiales, no obstante, siguen estallando en algunos lugares. Me acaban de enviar por WeChat cuatro videos con estallidos que seguro han espantado a todos los demonios del cielo y la tierra. Esos demonios, pienso, regresarán el 14 de febrero.