"Las personas que padecen una enfermedad terminal y sufren mucho dolor deberían tener el derecho a acabar con su vida, y aquéllos que les ayuden no deberían ser perseguidos por la justicia" (Stephen Hawking)
El tema de la eutanasia vuelve a estar en el debate de actualidad. Ello se debe a varias razones, entre otras, el todavía recuerdo de la laureada y controvertida película de Amenábar, Mar Adentro. No sucede lo mismo en la literatura especializada. Las razones de esto pueden ser varias. Una, que ya se consideren logrados los objetivos, al menos los intelectuales. Otra, que no se vea posibilidad de ir mucho más allá del punto al que ha llegado el análisis. Y una tercera es la generalización del convencimiento de que la eutanasia no podrá ser contemplada nunca más que como una excepción, algo así como la solución de emergencia para casos muy extremos. Son cada vez menos quienes no aceptarían la eutanasia en situaciones excepcionales. Y quizá por eso el interés se dirige ahora hacia el otro tema, el más general, quizá también el más difícil de llevar a la práctica, el de la dignificación de las condiciones de vida de los ancianos, de los enfermos terminales y de todos aquellos que se encuentran en situaciones tan comprometidas que pueden considerar su vida como peor que la propia muerte.
Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir. No sólo hay un tiempo biológico sino también un tiempo biográfico. Un buen ejemplo de esto nos lo ofrece El Quijote. Tras la derrota que sufre en Barcelona a manos del caballero de la Blanca Luna, don Quijote vuelve a su tierra natal. En pleno campo, mientras Sancho duerme, don Quijote exclama: ¿Así el vivir me mata,/ Que la muerte me torna a dar la vida? Este es el sentimiento de todo el que quiere morir. Hasta tal punto es así, que Cervantes ya no tiene otro remedio que poner fin a la vida de su personaje. Lo pide su propia biografía. No solo hay -un tener que vivir-sino también-un tener que morir. La muerte es también una empresa, una tarea, tanto vital como moral. El film de Amenábar pone de actualidad algo que en la vida de Sampedro fue muy claro, a saber, que él tuvo que morir, tuvo que poner fin a su vida para llevar a cabo su propio proyecto vital.
Esto no tiene por qué ser, salvo casos muy excepcionales, una justificación del suicidio o la eutanasia. Todo lo contrario. Lo que significa es que la muerte no es un fenómeno natural sino cultural, humano, y que por tanto tenemos obligaciones morales para con ella. ¿Cuáles?:
Una, muy importante, hacer lo posible para que no llegue antes de que las personas hayan podido llevar a cabo su proyecto vital. La muerte de una madre que no puede ver desarrollarse a sus hijos es una tragedia, lo mismo que la de un joven en el campo de batalla. La muerte de un anciano que ha cumplido su ciclo vital es un motivo de dolor, pero no puede considerarse una tragedia. Una vez que han cumplido su proyecto vital, las personas tendrán que ser capaces de renunciar a procedimientos muy extraordinarios que tengan por objeto prolongarles un poco más la vida. Y los Estados deberían dirigir sus esfuerzos a promover un mejor cuidado de las personas mayores, en vez de invertir grandes sumas en terapias que en sus cuerpos ya gastados serían de muy escasa eficacia.
Martín Heidegger cita en una de sus obras diciendo que: ¿Tan pronto como el hombre entra en la vida, es ya bastante viejo para morir? Es la visión tradicional, clásica, del problema. Hoy sería difícil estar de acuerdo con ella. Lo que se vivencia trágicamente es que alguien no pueda alcanzar una edad que le permita llevar a cabo sus planes de vida, su proyecto vital. Nosotros tenderíamos a decir: ¿Hasta que el hombre no ha conseguido llevar a cabo su proyecto de vida, lo cual probablemente no puede suceder antes de los setenta y cinco u ochenta años, no es bastante viejo para morir.? La primera obligación ética es procurar a todos los seres humanos una buena vida. Y la segunda, conseguir que tengan una buena muerte.“Con poca salud…Eso sí”.
Fermín González, salamancartvaldia.es, blog taurinerías