Esto lo platicábamos mientras recorríamos las salas del Museo de la Muralla de Nanjing. Los objetos del pasado, incluídos instrumentos de trabajo, billetes de dinero del año 800 aproximadamente, cerámicas, jades, ladrillos cocidos con los nombres de los artesanos, etc., todas esas cosas creaban un ambiente de una resonancia inasible.
Si deben hacer de tripas corazón las personas mayores, entre otras cosas, es de la espera a que los menores crezcan para que puedan mostrarse agradecidos. Cuando uno es joven, todavía no cuenta con la capacidad de apreciar la belleza de la vida cotidiana. Queda muy lejos aún la búsqueda de la verdad del poema de Luis Frayle Delgado, del número 70 de los Papeles del martes: “Te busco / bajo las hojas secas del otoño. // Te busco / en los pétalos indescifrables / de las estrellas. // Te busco / en la sombra / de una luz fugitiva / que me asombra. / En las lunas arcanas / de mis días y mis noches. // Te busco en el grito infinito / de la flor del amaranto. / Siempre, siempre te busco”.
La persona joven carece de los medios para salir del huracán de su persona y entorno. No puede ver más allá. Emplea sus energías impulsivas en el ascenso de una escala dudosa. Carece de la capacidad de volver la mirada atrás para comunicar un gesto de gratitud a quienes le han dado espaldarazos. El panorama cambia cuando sigue adelante y se encuentra de frente con el mundo supuestamente dejado atrás. Lejos de distanciarse del pasado, —usando la imagen de la tierra redonda— en su camino adelante se encuentra de nuevo con las personas del pasado. En ese momento, si no echa en falta una pizca de sentido común y humildad, no tiene otra opción más que inclinar la cabeza y reconocer que ha llegado a ese punto debido al apoyo de muchas personas.
Yo soy una de esos jóvenes, o no tan jóvenes, que no han entendido la lección todavía. Pondré un ejemplo. Cuando alguien aplaude algún dudoso mérito de mi aptitudes, yo sigo alzando el cuello de mi abrigo y me pavoneo con suficiencia. No entiendo el sentido moral de la expresión del afecto de la otra persona. Todavía no soy consciente de ese sentido del trato humano donde la deferencia anima a seguir adelante por el mismo camino.
Exaltar a una persona reporta un mérito mayor para quien exalta que para el exaltado. Solo una persona entera tiene la capacidad de aplaudir a otra. La gente flaca de espíritu no puede hacerlo. Nunca animará a nadie más. Siempre carecerá del valor de la moneda de cambio de la felicidad propia.
Podría enumerar al menos a más de tres personas con quienes no me he mostrado a la altura de la calidad de sus circuntancias. He recibido apoyo de amistades auténticas en tiempos prósperos y adversos. A esa gente la tengo a la vista del alma. Puedo pronunciar sus nombres en silencio. Puedo figurarme sus sonrisas en aquellos momentos cuando compartimos instantes de felicidad, así como puedo hacerlo con sus expresiones sombrías en momentos de apuro. No me resulta difícil apreciar a la distancia la forma en que miran, en que hablan, en que reflexionan guardando silencio.
Las amistades verdaderas no desaparecen nunca. Aunque no las llamemos ni las escribamos, nunca dejarán de estar presentes, incluso cuando han dejado el mundo. El alma, empiezo a verlo ahora, no solo comporta un espacio físico en los lugares sagrados. El alma también tiene cabida en un repositorio inmaterial conservado en las entrañas del ser. En algún lugar de la existencia debe haber una regla verde de plástico que mida su dimensión. El alma eventualmente nos consume en su fuego inapreciable y nos torna de otra manera.
La columna se llama “El nombre propio, el libro y la lectura”, pero hasta ahora al parecer no ha mencionado nada de esto. No ha alcanzado tal altura. La columna se mantiene a suelo raso, reptando entre piedras y polvo. Un familiar suele decir, qué le vamos a hacer, verdad, Juanito. Exacto, respondemos nosotros, qué le vamos a hacer. Sigamos adelante.
Entre las conversaciones más eruditas sostenidas en los días recientes, una la he tenido con una estudiante egresada de una universidad china, con un año de experiencia académica en Argentina y un título de Maestría bajo el brazo. Visitamos juntos el Museo de la Muralla de Nanjing. Ahí pudimos conversar sobre muchas cosas.
La importancia del lenguaje poético radica en cosas sencillas como la siguiente. El despertar del Buda no fue un abrir los ojos y salir de un sueño. No se despertó como un niño que se levanta de la cama, se lava la cara y va a la escuela. Más bien, despertó a la manera del dinosaurio de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. La palabra “despertar” conlleva un sentido trascendental, anagógico. No debe leerse al pie de la letra. Esto me lo dijo mi amiga Felicia, en palabras mejores que las escritas. La vida es sueño y la vida es lo que queda del sueño al despertar.
En esa vida nueva, con una “Beatriz” igualmente anagógica, al modo del “Aleph” de Jorge Luis Borges todo cabe en la parte más pequeña de sus elementos. El budismo entiende que el cosmos está contenido en un poro de la piel. Las cosas que atinamos a ver como distintas, en la apariencia del día a día, cubiertas por un velo no sabido, en su ser primero se encuentran entrelazadas en un tejido de una semántica uniforme. El simbolismo francés del siglo XIX, y quizá aun el simbolismo anterior, castellano, de San Juan de la Cruz, del siglo XVI, podría tener sus antecedentes en esta literatura oriental quizá todavía no bien estudiada en Occidente.
Felicia también mencionó una obra clásica china, Sueño en el pabellón rojo. Por mi parte, yo recordé el Sueño de Polífilo, que conocí en Salamanca. El tema del sueño compartido por ambos títulos nos condujo a mencionar la Cueva de Montesinos del Quijote. Después, volviendo al tema del budismo, ella citó un cuento de Borges y yo lo comenté con base en el Codex Seraphinianus del artista italiano Luigi Serafini. Esto lo platicábamos mientras recorríamos las salas del Museo de la Muralla de Nanjing. Los objetos del pasado, incluídos instrumentos de trabajo, billetes de dinero del año 800 aproximadamente, cerámicas, jades, ladrillos cocidos con los nombres de los artesanos, etc., todas esas cosas creaban un ambiente de una resonancia inasible. Luego en una estación del metro con 20 salidas a la calle, Xinjiekou, todavía mencionábamos cosas de Cervantes, Aby Warburg y algo de un libro infinito como un libro de arena de Borges, donde todo se encuentra escrito tiempo atrás y todo cambia también.
En encuentros como el sostenido con Felicia, un aura infinita media entre las personas. La gente se mira de lejos y su voz no se toca. La amistad auténtica, como el pétalo de una estrella de Luis Frayle Delgado, no lastima ni empuja. Simplemente, como un sueño irreal, nos dicta el modo de la verdad de la existencia. A la manera del caso de Felicia, podría nombrar a otras personas hacia quienes abrigo la misma gratitud y estima. Aparte de mi familia, donde incluyo a Gustavo Leal Fernández, a esas personas podría citarlas aquí por orden alfabético; al menos a unas pocas, quizá las menos importantes, Jacqueline Alencar Polanco, Pedro Cátedra García, Luis Frayle Delgado, Guo Chunhai, Alfredo Pérez Alencart, Yu Bang, Yun Luan, Zhou Chunxia y Zou Ping.
Solo diré una cosa más. La columna la he redactado debido a una charla con Fray Xabier Etxenike A., capuchino. En relación con él, siempre he apreciado una eternidad moderada gravitando en torno suyo, y esa gravedad me ha movido a vagar como un planeta más en el cosmos del sistema social intentando guardar debidabemente las proporciones de la órbita. Este rasgo lo comparte Alejandro Cortés Diéguez, otra persona que con sus votos se ha consagrado al misterio del Cántico espiritual.
Unos días atrás, en Suzhou, el artista Dave Alber (pueden buscarlo en Wikitia, nació en Estados Unidos, 1969) me mostraba un estudio sobre un Buda Shakyamuni de la dinastía Song (hace mil años). Me señalaba en su teléfono, mediante una fotografía, la disposición de los elementos en la puesta en escena de la escultura en el museo-altar. Todo estaba acomodado para compartir al visitante un poco de la maravilla mística. Esto me lo decía en el café Yunduo, calle Shizi Jie 45. Tras un instante de silencio, me preguntó en inglés, ey, Juan, ¿tú crees todo esto?
El papel de la gratitud en el libro de la vida, como dice el título de la columna, permite escribir con tinta en puño y letra un contenido impreso no solo en el soporte espiritual, sino también en el soporte literal donde las cosas no reflejan alegoría, moralidad, ni anagogía, sino solo lo que son, como sucede con el pan y el vino.