OPINIóN
Actualizado 31/01/2024 07:49:47
Raúl Izquierdo

En la 8ª edición del informe Pisa y desde que empezara a publicarse en el año 2.000, España ha obtenido los peores resultados de su historia, destacando los batacazos en matemáticas y comprensión lectora. Es verdad que hay una gran diferencia según comunidades autónomas, pero el “olor” general es tirando a flojo flojete. Aunque algunos expertos afirman que parte de este descenso se puede entender por los efectos de la pandemia, otros afirman que además hay que añadir otros factores, como el abuso de los teléfonos móviles y las pantallas en la escuela (el 33 % de los alumnos en España afirman que se distraen con las pantallas en el aula) y una pérdida de la excelencia con la consiguiente relajación de la exigencia en nuestro sistema educativo. Singapur, Japón, Taiwan y Corea son los países que más han subido, situándose a la cabeza mundial.

España mantiene mucho alumnado con calificaciones medias, y baja el número de alumnos sobresalientes o excelentes. También es significativo que muchos alumnos y alumnas llegan a la universidad con un déficit alarmante en ortografía, en su capacidad para redactar algo con sentido y para comprender un texto. No descubro nada si afirmo que las últimas reformas educativas han buscado un sistema en el que primen criterios como el trabajo por proyectos y equipos, que el alumno o alumna no se frustre por sus calificaciones malas o la igualdad hacia la baja en el nivel de exigencia, y en donde el esfuerzo, el mérito o los conocimientos quedan relegados. Si a eso añadimos un sistema educativo en el que los profesores y profesoras son a veces más funcionarios que educadores, en el que han perdido la autoridad en el aula (a veces por poca ayuda de las familias o porque el sistema educativo les ha dejado desprotegidos y otras veces por incompetencia del docente, que de todo hay) y que sólo les queda el pataleo de escribir incidencias por casi todo a las familias que casi nadie lee ni tiene en cuenta. A todo esto se suman unos equipos directivos demasiado pendientes y dependientes de informes y papeleo, burocracia y organización y un abandono de las congregaciones religiosas de los colegios por falta de vocaciones, dejando la institución en manos de laicado y profesorado que no siempre encarna con mínimas garantías el espíritu cristiano y pedagógico del fundador o fundadora en cuestión.

Si buscamos la palabra “mediocridad” en el diccionario se define como: calidad de mediocre. Y si buscamos “mediocre”, tenemos dos definiciones: de calidad media o de poco mérito, tirando a malo. Es decir, ni chicha ni limoná o ni fu ni fa. La mediocridad es contraria a la excelencia por definición y supone un déficit en el esfuerzo, dado que éste no es recompensado ni valorado debidamente. Si mi esfuerzo va a obtener los mismos resultados que el que no se esfuerza, entonces no merece la pena. Ese es el mensaje subliminal de fondo, lluvia fina y constante que riega nuestro día a día, y así nos va.

Y esta mediocridad instalada con frecuencia en las aulas de los colegios, no es exclusiva de ellas. El conformarse con el cinco ramplón es parte de esta cultura de mínimos asumida en todos los ámbitos: en la familia como conjunto educativo, en docentes y profesores de todos los niveles, en la política, en el funcionariado… Todos y todas tenemos la mediocridad al alcance y a veces hemos podido tener la tentación de morder esa manzana, aunque nos llevemos las manos a la cabeza cuando lo vemos en los demás. Está claro que un niño o una niña aprenden que el esfuerzo merece la pena y que el trabajo es importante, cuando se fomenta y se potencia en casa y en el colegio. El mérito, cualidad primordial en otros tiempos, ha sido denostado y ha caído en desgracia. Y en realidad, el ese esfuerzo es lo que nos iguala a todos y todas, más allá de nuestra cuna de nacimiento o del poder adquisitivo. Porque el dinero no hace excelente a nadie, por mucho que se empeñen los que lo tienen. Otra cosa es qué hacer para que todos y todas tengan las mismas oportunidades para llegar a la excelencia, pero sin regalar nada, y sin hacer de la mediocridad el baremo para igualar a todo el mundo.

Cuando la mediocridad se ha instalado en la sociedad, sus ciudadanos y ciudadanas son más fáciles de manipular y engañar, y más dados a dejarse engatusar con cuatro partidos de fútbol, la comida a domicilio y un móvil nuevo. Somos más rebaño de borregos y borregas cuanto más mediocres somos. La educación, más allá de transmitir conocimientos, es ayudar a pensar por sí mismo al niño o niña, y por lo tanto, a ser crítico (que no criticón). Pero para eso hay que leer y estudiar, y hay que revalorizar asignaturas como la filosofía, la historia o la música. En el sistema educativo formal se da mucha importancia a la inteligencia de la memoria, y poca la inteligencia emocional, espiritual o social. Niños y niñas con muy pocas habilidades sociales para relacionarse, para ponerse en el lugar del otro o para saber aceptar una crítica. Niños y niñas con un umbral bajísimo para tolerar la frustración, blanditos y blanditas con una autoestima por los suelos, sin ningún límite ni aceptación de ninguna autoridad.

Sigo creyendo en aquella frase del p. Henri Didon, amigo del barón de Coubertin, que dio lugar al lema de los juegos olímpicos: “Citius, Altiuis, Fortius” (más rápido, más alto, más fuerte). Pues eso, no nos durmamos en la cómoda almohada de la mediocridad, que todavía estamos a tiempo, empezando por nosotros mismos. Los niños y las niñas son al final fiel espejo de sus mayores. Ni más ni menos.

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