Hay una parte de la ciudad bulliciosa e inmune al frío que se sienta a aterirse en las terrazas y a encaramarse en altos taburetes de mesas inestables, mientras se suceden los pinchos tan elaborados como diminutos o los nombres de vinos más allá de la denominación de origen de granates profundos o rosadas transparencias. Es el bullicio de los estudiantes que se sientan alrededor de mesas con botellines de cerveza que alientan la charla y hacen olvidar la niebla que se posa metálica y fría como la espuma que escarcha los vasos. Sin embargo, a medida que el caminar se aleja del centro, buscando el regreso y el hogar cálido, las barras de los bares profundos del barrio de la casa guardan el silencio del solitario, la quietud casi de pecera insomne de la tarde de invierno.
Esos mismos bares de barrio que parecen amanecer por las mañanas olorosos a churros y a café de desayuno, son en las lánguidas tardes entre semana lugares vacíos donde poco se mueve. Y más allá, en el pueblo pequeñito, ni siquiera hay bar donde hacer una ronda de soledades, donde refugiarse en el chato de vino de lo común y corriente después de una misa que quizás, ni cura tiene. Y pienso en que, si yo ahora fuera joven, una joven despreocupada y con ganas de escuchar historias, pillaría uno de esos bares que ofrecen por casi nada y me pondría a hacer cafés, a servir chatos de vino, a envenenar clientes –soy una pésima cocinera que perpetra la comida nuestra de cada día- y a escuchar historias. Esas que se van perdiendo con el paso de los meses, con el correr de los años mientras las residencias se llenan de los ecos de quienes no tienen a nadie que les escuche. Me pondría al otro lado de la barra a oír a los parroquianos de la caña a los que da igual si está mal tirada, ni cuestionan el vino peleón sin marca exótica, a aquellos que se acercan al calor de la charla y de la máquina de café que nos calienta el alma y la mañana. Sería yo una mala tabernera, cierto, pero una oyente ávida de lo que nos hace humanos a la hora de contar y recontar la vida, juntarnos en el sitio promisorio de la mesa, la barra y la silla alrededor de las fichas de dominó o de las cartas que las amigas de mi tía barajaban con pericia. El rito compartido y goliárdico de la taberna, la soledad ya a deshoras cuando cae la trapa y el más contumaz no tiene ni perro que le ladre entre las paredes de su casa. Sería yo una mala tabernera y un buen testigo del tiempo que pasa… una oyente ávida de historias, una melancólica figura entre estanterías polvorientas llenas de botellas viejas, antiguas etiquetas, un calendario de otro tiempo, un termómetro de propaganda, una tira de lotería vieja que no toca y sobre todo… un amor infinito por esa charla que nos estamos perdiendo, ahí, encaramados en la modernidad de la música, el ruido y el frío del local de moda allí en ese espacio donde nos empeñamos en conjurar el invierno a la intemperie.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.