Tiene la memoria de las piedras la desnuda aridez lunar de su origen de estrella apagada. Emergen de la sequía con el dolor de la falta y la pulida, limpia superficie de la falta de todo aditamento: verdín, musgo, ombligo de Venus en el recodo del berrocal, la hierba de las junturas que no necesita de tierra para erguirse. Piedra desnuda, blanca como hueso descarnado.
La presa sin agua que deja ver las rocas del hambre, la presa vacía en los bordes cuarteados, barro convertido en mosaico roto, nos muestra el horror de la falta, la pared del ingeniero siempre oculta, el fango que no existe, el pez que muere boqueando la asfixia. Es el estío feroz de la sequía, es la dolorosa constatación de que no podemos manejar los dones del cielo. Ahora que llueve y se remansa el agua en los charcos citadinos, se desbordan los ríos, se anegan las orillas y parece que sobra el maná que cae, pienso en el abrazo del embalse y sus orillas, la necesidad del azud y su contenido, el agua congelada en el cubo que golpea la gata cuando sale al patio y comprueba que no puede beber del cristal ni romper con su delicada almohadilla rosa la dura superficie.
En tiempos de riada y de lluvia mansa de noches constantes no pensamos en las rocas descarnadas, las piedras pulidas de la falta. No pensamos en la presa que nadie vio tan vacía, ni en las paredes desoladas de la ingeniería civil. Emergen campanarios y coches convertidos en fósiles, escombros olvidados y hasta cadáveres perdidos con el peso del olvido que los lastró quizás para siempre… es el precio de la sequía que ahora se cubre de agua, agua, agua que se va por los paseos a acariciar los troncos y a subirse a los columpios como niña consentida, agua, agua, agua, y que llueva y llueva y siga lloviendo mientras se llenan, se llenan y siguen llenando las charcas de la vida, cubriendo las piedras de la infamia.
Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.