Hace frío y pierdo los guantes, el gorro que no nos acostumbramos a usar se queda entre la bufanda enroscada y tienen los niños, envueltos en nuestro cuidado, los colores y la suavidad de los oseznos, rodeados de plumón como polluelos. Hace frío, pero el ritual de pasear el regalo, visitar a los abuelos en las últimas luces navideñas, es más fuerte que esa racha gélida que nos abraza.
Acaba la Navidad y recuerdo a mi madre diciendo que nada quiere poner de adorno para evitarse la tristeza de retirarlo. Las puertas pierden su ornato de bienvenida y las tiendas sustituyen la gracia de su decoración por el cartel enorme de unas rebajas que nos pillan sin dinero. Amontonamos la ropa de una manera tan obsesiva que revientan las puertas de los armarios y allá lejos, hacia donde no miramos, niños y pájaros carroñeros se suben a las cordilleras de tejidos usados que no podemos hacer desaparecer como la baba insomne de nuestros plásticos yertos.
Tiene el fin de fiesta un regusto ácido a bilis y a derroche. Hay que barrer los restos de la fiesta y poner a dormir al Niño Dios en su cama de pesebre. Acallar la música del Mesías y dejar de acumular paquetes. Con el dulce de la sorpresa, acaba este delirio de azúcar y visitas, burbujas y risas compartidas. Y llega el frío como la constatación de la vida dura, la rutina embrutecedora, el viaje de regreso. Es enero con su eterno retorno, su rueda que gira y, sin embargo, nos devuelve la luz que fuimos perdiendo aunque su frío nos petrifique mientras se celebran “Los santos de capa” del santoral que no vemos, y se suceden San Martín de Tours, San Blas, Santa Águeda en la quincena más cruda del ya no tan crudo invierno. Tiempo de matanzas y de tierra dura en la que no entra ni la azada, cencellada bellísima de mañanas en las que pisamos la piedra de la sal, el resbaladizo recuerdo de lo frágiles que son nuestros huesos.
Y a pesar de todos los pesares, la luz, poco a poco, recién nacida, nos devuelve cada tarde y cada amanecer su belleza. Su confianza en la yema del árbol ahora desnudo, en la flor que hiberna entre la tierra. A pesar de todo, la vida vive su esencia latente, el recuerdo de los que se fueron y palpitan en las venas que aún resuenan, en el paso de nuestros días plenos, nuestras idas y venidas en los afanes cotidianos. Tenemos el calendario punteado de usos y costumbres para celebrar la vida, luces y neones, festividades profanas y sagradas, rebajas en las que comprarles a los santos de capa el abrigo que otros ansían envueltos en la falta y en la guerra que no cesa. Esa que miramos a través de la lente de la lejanía y el cansancio. Esa que no sentimos porque no es nuestra y porque se imponen la vida y sus problemas. La vida, de nuevo, que gira y se celebra, y nosotros, tan pequeños, tan sometidos a ella, otra vez cambiando la hoja del calendario vamos a su paso, al rebufo de su estela.
Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.