Después de tres semanas de fiesta volver a la normalidad es la frase que todos repetimos con alivio, pero nuestra normalidad, por mucho que nos quejemos, no es la normalidad de todos, y este año cerramos el paréntesis de la Navidad con la misma preocupación que lo abrimos.
El día de Nochebuena fui a cenar con mi familia. Al llegar lucían las luces de colores sin miedo al precio de la luz; los peces, pese a la helada que estaba cayendo, cantaban a pleno pulmón mientras bebían en el río y volvían a beber; los vecinos, con las copas de champán en la mano, entraban y salían de los bares entre bienvenidas, felicitaciones, abrazos… y de repente, a punto de salir del garaje tras dejar el coche, tuvimos que pararnos: era imposible dar un paso con la lluvia de petardos que lo inundó todo e hizo temblar a los perros que a aquellas horas paseaban sus amos. En absoluto nos molestó, era el día que era, y ver a los demás felices es parte de nuestra felicidad. Pero me puse en el lugar de los habitantes de Gaza y entendí perfectamente que cuando caen las bombas que ni la Navidad ha conseguido regalarles una tregua para comer y dormir algo, en lugar de huir del peligro, se metan en él. Y aquella certeza empañó mi cena de Nochebuena.
Después de tres semanas de fiesta volvemos a la normalidad, pero la normalidad bien entendida, mientras que los gobernantes no sean capaces de impedir tragedias en lugar de crearlas, la normalidad tiene para todos más de ilusión que de realidad.