Se van a publicar estas líneas cuando el punto álgido de la Navidad sea casi un recuerdo. Si me piden ustedes que defina el punto en cuestión les diría que es el tiempo trascurrido entre la lotería y el día 26, porque todo lo que viene después ya es celebrar por celebrar. Aunque cuando vivía en España, sinceramente, para mi el punto álgido iba del 4 al 6 de enero porque yo el único encanto que le encontraba a la Navidad eran los Reyes Magos, fiesta que en las tierras nórdicas no es fiesta y que si no fuera por mi querida amiga de nombre poético, corazón inmenso y habilidades pasteleras (ella sabe) me quedaría sin Roscón, que es el único dulce navideño que consumo. Ella, cada año, fiel a nuestra cita y sabedora de mi humor sombrío en ese momento del año, acude con su Roscón a mi casa; si viniera con todo el catálogo de Amazon junto no le haría más fiestas de las que ya le hago.
Y nos creemos que es Navidad para todos, y nada más lejos de la realidad; aunque en este mundo revuelto resulta que es Navidad donde no toca. Me cuentan amigos muy viajeros recién vueltos de Indonesia, allá por las antípodas casi, que allí con cerca de doscientos millones de musulmanes y el resto budistas, las calles tenían más decoración navideña que la que la que se gasta el alcalde de Vigo; y más luces que las que cierta marca de bombones de medio pelo ha colocado este año en La Alberca, que quizás no era suficientemente navideña por sí misma y había que ponerla como una falla valenciana de bombillas. Me alegro por mis paisanos albercanos si eso les trae visitantes y prosperidad, aunque sospecho que más de uno decidirá que la Navidad, a pesar de todo, por allí no ha pasado.
En la muy próspera ciudad que habito, hay censadas cerca de setecientas personas sin techo, y como no tenemos un alcalde (o una presidenta regional, que tanto vale) que haya decidido que eso no es un problema y los levante a escobazos del centro turístico y comercial, rara es la tarde-noche en la que, volviendo de trabajar, no me encuentro dos o tres de ellos instalando sus camas de cartones y mantas deshilachadas en cualquier portal de una tienda. A ellos el que sea Navidad no les añade más que frío y temperaturas bajo cero y a los que los miramos, la misma sensación de impotencia y desagrado que si no fuera Navidad.
No creo que sea Navidad en Gaza, a pesar de que la leyenda navideña viene de aquellas tierras. En Ucrania me dice la prensa que la Navidad desde hace dos años se celebra en el frente con un perrito caliente con su salchicha en medio y en las casas de los que viven con la pensión del abuelo y los chicos reparten en bicicleta esas hamburguesas que no nos dignamos ir a comprar nosotros mismos porque hace frío, me da que Navidad, poca. Y hablando de leyendas: se imaginan ustedes a día de hoy a una señora dando a luz en un portal, acompañada de ciertos animales y a unos magos de oriente llegando en camello y aportando sustancias dudosas de regalo: pues yo en ciertos entornos de nuestro disparatado mundo y en ciertos lugares donde la miseria es el órgano de gobierno, la leyenda me la creo. En eso de la pobreza, la Navidad es de rabiosa actualidad.
No habrá Navidad para quienes perdieron un ser querido no hace tanto tiempo, para quien vive conectado a una máquina de hospital, para los padres que perdieron el hijo y la adolescente que sufre en silencio el desengaño amoroso o el acoso desde una pantalla de teléfono; para quienes sufrieron ese mismo acoso hace años en una sacristía y aún están esperando a que les pidan perdón; para los que, enrabietados contra el mundo, deciden sumirse en una negra depresión de la que saben que ni a golpe de química van a poder salir. Hay mucha navidad para tan poca gente feliz y, al mismo tiempo, poca navidad para la mucha que nos merecemos después de 365 días de brega desde que la festejamos por última vez.
Yo sí tengo Navidad, y no me toca la lotería porque no juego y ya me tengo por persona afortunada. A ustedes les deseo, queridos lectores, la misma suerte que tenemos todos: la de estar vivos, ni más ni menos. Y un año nuevo en paz, por lo menos con nosotros mismos.
Concha Torres