Ha comenzado el trámite de la ley de amnistía y por muchas trabas que le ponga la oposición y otras instituciones y las lógicas demoras y retrasos con que intenten torpedear su promulgación, la ley será una realidad. La mayoría parlamentaria conseguida por Pedro Sánchez, con los acuerdos y concesiones a unos y otros la hacen inevitable.
Que la amnistía es algo que se ha sacado el presidente tras las elecciones generales del verano para conseguir los votos de los separatistas catalanes es una obviedad tal que en su segundo libro, Tierra Firme, en el que da cuenta de su mandato al frente de La Moncloa, no la cita en momento alguno: ni existía ni tenía por qué existir. Sólo en el debate subsiguiente a la presentación de su libro adquirió protagonismo la amnistía a preguntas de los asistentes, aunque Sánchez se precipitó al decir que es un tema que no inquieta a los españoles.
¿Cómo no va a inquietarles cuando el 60 por ciento, según los sondeos, considera a esa ley injusta y que supone un privilegio para los amnistiados?
Aunque sólo fuese porque la ley la han dictado los propios delincuentes en esas mesas llamadas de diálogo y que favorecen a una de las partes intervinientes, ya sería un despropósito inmoral y arbitrario. Y no solamente se trata de hacer borrón y cuenta nueva de los delitos cometidos, sino de compensar también a los criminales por los dineros públicos utilizados para cometer sus fechorías.
O sea, que a pesar de la oposición de la población y de las instituciones aún independientes, más temprano que tarde, la amnistía será una realidad. Y luego por su sendero vendrá, no lo olvidemos, el referéndum de autodeterminación, que con otra terminología que no resulte tan obvia, completará el entramado independentista bajo la frase biempensante de la pacificación y la concordia, e incluso de una mayor y mejor convivencia en un Estado que los autores de las nuevas normas calificarán de plurinacional.