“Ay!!! Qué pocas ganas tengo yo de belenes y arbolitos este año…”, confesaba hace unos días un amigo que, a la hora de poner belenes y arbolitos, es ingenioso, hábil y fiel a la tradición. “Este año no voy a poner nada en casa”, se resistía la madre de una amiga por las mismas fechas, cuando apenas comienza el adviento aunque ya parezca que hemos iniciado la fiesta en la que este tiempo, en teoría discreta y paulatinamente, nos ha de introducir. La nostalgia por la ausencia (reciente en su caso) y el desasosiego por la enfermedad, respectivamente, fijaban así su defensa atacando a ese aluvión de signos externos que, se supone, denotan nuestra interna alegría.
Poner la Navidad sin estar alegres, o sin estar todo lo alegres que nos gustaría, significa un esfuerzo que no se hace por uno mismo sino, muchas veces, por los demás: por los más pequeños de la casa, por los familiares que vienen y se van, por los amigos a los que mostramos algo tan sencillo como un árbol o un belén, diferentes al resto porque son nuestro belén o nuestro árbol (ahora, las más de las veces, virtualmente). Poner la Navidad en soledad es como recordarnos a nosotros mismos que lo que afuera se celebra, desde la fe o la costumbre, también tiene que ver con los adentros de cada uno, en este cambio de año que esperamos atravesar, puestos como una gota de agua en el océano de la Historia, que se cuenta a partir de ese minuto cero ocurrido con tanta pobreza humana como grandeza divina en Belén Efratá, pequeña entre los clanes de Judá (Miqueas 5, 2).
He visto puesta la Navidad en las casas de los enfermos en las que he entrado. Algunos, enfermos precisamente de eso, de soledad. Una Navidad puesta posiblemente sobre un lecho de amargura, como la que debieron sentir los errantes padres en busca de posada: todas cerradas para ellos. También la veo en las residencias de ancianos, “centros socio-sanitarios” se lleva ahora, que buscan en los belenes y los arbolitos el guiño cómplice de una infancia que parece regresar cuando el final de la vida está ya en las antípodas del principio, cuando los andadores ya no son para aprender ni los pañales para ser quitados. Los menús especiales, los villancicos de siempre, las luces encendidas, ponen la Navidad a su manera. ¿Consumista? Puede ser. Pero también, quizá sin pretenderlo, acarician esa parte más endurecida del corazón, y a alguien atraerán la mirada hacia la ternura de un Niño que, es verdad, es el gran desconocido.
A su Misterio me asoman las cajas que mi padre trajo el otro día de la panera y aún esperan el momento de ser abiertas para que en nuestra casa se ponga la Navidad. A su Misterio me conducían las que aguardaban en el almacén del centro de salud, entre gasas, guantes y medicinas, para que el jueves en la guardia, entre paciente y paciente, pusiéramos Esther, María, Javier y yo también la Navidad. A su Misterio me lleva la bolsa que custodia, en la oscuridad de la taquilla, el nacimiento, el arbolito y el consultorio/portalico que mi mujer me regala para tener cerca a la familia en el trabajo, para poner en todo lugar la Navidad como Dios pone su tienda ancha, inmensa, eterna, en medio de los hombres. Porque para Él nada es imposible.