De niña, los domingos de verano de mi padre eran de caña y red de cangrejos, de coche lleno de nevera, cestas de comida y cubo y pala porque el río tenía su trocito de arena para ser playa, fiesta de los pequeños. Los domingos eran de coche hasta arriba y carretera de la sierra con parada en Tamames, en El Maíllo, en La Alberca, en Mogarraz… hermosos lugres aún no llenos de turismo que yo apenas vislumbraba más allá de mi mareo tenaz, de mi náusea infinita, de mi malestar horrendo que casi me duraba todo el día, remitiendo cuando ya faltaba poco para volver a recoger, llenar el coche de niños agotados y somnolientos y hacer el recorrido de la curva y las largas rectas a la inversa. Era un tiempo en el que a los niños no nos preguntaban sino que nos acarreaban… por eso, una vez liberada de la obligación dominical, tardé mucho en regresar a la sierra pasando esta vez bien sus curvas que abrazan, que marean, que, tras el trayecto que ahora observo recordando mis ojos de niña, nos entregan un espacio tan hermoso como resguardado en el valle de su aislamiento.
Ahora que no soy la chiquilla mareada que temía y sufría el viaje, acudo con gusto al pueblo hermoso, a la casa trazada con la escuadra de la modernidad donde antes había un establo. Piedra, madera y teja para adornar de flores el balcón al bancal del jardín serrano. Bordado en la pared con la magia de la fauna colorida de hilos y herencias, espacio blanco donde asistir al regalo de la cerámica antigua. La casa es tan hermosa como este pueblo donde cada columna sostiene el soportal del corazón de una tierra escondida que convirtió su belleza en calle por la que corre el agua, rincón umbrío donde esconder la judería, la costumbre, el hábito de la falda de diario y la joya de la fiesta. Y la sierra tiene ahora para mí esa magia que sabe a uvas desconocidas, a sendas recobradas, a carne sobre la leña encendida. Y sobre todo, a la casa donde duerme la biblioteca que envidio, la parra que da sombra a las ventanas, la bajada escalonada de la viña, el recuerdo de la mujer que diseñó el espacio con su gusto por los grabados, su elegancia innata. Y amo de su jardín el olivo añoso de tronco de piedra, su generoso granado abierta la fruta a todos los picos. Es el espacio del boto artesanal, de la senda escondida de los monjes de las Batuecas, del teatrito de Sequeros donde recordar al poeta León Felipe, es la tierra ignota de las gentes que fotografía Rosa Gómez. La tierra en la que siguen rezando al atardecer a las ánimas benditas. Y la tierra, agua que corre, agua que acaricia la piedra del tiempo, que nos da la belleza de un otoño pleno de ocres, dorada plenitud de su riqueza. La tierra donde se asienta la casa generosa que desde hoy recuerda a su arquitecta… mirador del aire, serrana permanencia.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.