El cincel de la palabra nos ha retirado los sobrantes del mundo. Nos ha permitido mostrarnos tal como somos a los ojos del imperio de la naturaleza humana tocada por lo divino.
Días atrás me encontraba en un café de Nanjing, China, al cabo de una jornada de trabajo. Ahí escuchaba la canción “Y tú qué has hecho”, de Buena Vista Social Club. Yo se la había recomendado a la barista.
La canción dice así. “En el tronco de un árbol una niña / grabó su nombre, henchida de placer / y el árbol conmovido, allá en su seno / a la niña una flor dejó caer. // Yo soy el árbol conmovido y triste, / tú eres la niña que mi tronco hirió. / Yo guardo siempre tu querido nombre, / y tú, ¿qué has hecho de mi pobre flor?” Hasta aquí citamos la letra. Abajo diremos específicamente qué versos nos importan.
“En el tronco de un árbol una niña / grabó su nombre […] Yo soy el árbol conmovido y triste, / tú eres la niña que mi tronco hirió”. Estos versos nos interesan. La niña grabó su nombre en el tronco del árbol. El resto de la canción repite lo mismo. El árbol no es un árbol sino una persona, claro está.
Cualquier lector de poesía a esta altura de la columna sabe adónde nos dirigimos. La referencia obvia la encontramos en Garcilaso de la Vega (s. XVI), con su soneto V, donde el joven poeta reza: “Escrito está en mi alma vuestro gesto, / y cuanto yo escribir de vos deseo; / vos sola lo escribiste, yo lo leo / tan solo, que aun de vos me guardo en esto.”
“Escrito está en mi alma vuestro gesto […] vos sola lo escribiste.” Garcilaso de la Vega, antes de la canción de Buena Vista Social Club, decía casi lo mismo. Pero esta imagen de Garcilaso, como en ocasiones sucede con las cosas de la literatura, no se debe originalmente a él. En cambio, la recoge de otros poetas anteriores... La composición interpretada por los músicos cubanos de Buena Vista Social Club fue escrita por su paisano Eusebio Delfín.
Jorge Luis Borges, creo, habló de su gusto por la relectura. Un placer por encima del de la lectura. Ese deleite, como resulta natural, se vuelve posible gracias al paso del tiempo. La edad posibilita la sobreposición de vivencias personales en fragmentos de lectura específicos. Leemos la misma letra impresa, el mismo contenido, pero la carga vital depositada en esos pasajes cambia.
En un sentido similar, debido al cúmulo de la vida, las cosas nuevas las interpretamos con base en las cosas viejas. Sobreponemos el pasado al presente, o el presente lo llevamos al pasado como una hoja calca. Esto fue lo que me sucedió escuchando la canción cubana en el café. A la letra de Eusebio Delfín le puse encima la de Garcilaso de la Vega.
Cuando uno llega a estos momentos de la vida —más demorados en la contemplación de la cosecha de lo sembrado, no tanto atorados en el torbellino del ir y venir del pasado cuando no sabemos que sembramos el futuro—, la felicidad de la edad pasada le cede el pasado a una serenidad todavía no usada. El gusto de cada instante en el ahora se debe al aprendizaje de una manera nueva de gestionar el tiempo y el espacio cuando uno se ha vuelto mayor. Las cosas giran en torno nuestro y no giramos nosotros alrededor suyo. Surge un entendimiento nuevo.
*a*h*o*r*a*l*e*a*m*o*s*u*n*p*o*e*m*a*n*u*e*s*t*r*o*
El alma con su voz nos entretiene
moviéndonos adentro a su encuentro,
ahí donde el verso se acrisola
debido a la estética italiana.
Se escucha cuando suena sin sonido
que pueda imitar la escritura,
y vemos, intuimos, su medida
cercana al infinito eucarístico.
El alma nos reclama su cultivo
mimado día a día, noche a noche,
igual que un amante inexperto.
Miramos con sus ojos el entorno,
heridos en un sino descubierto
que deja a la vista lo que esconde.
*u*n*p*o*e*m*a*s*i*n*i*g*u*a*l*e*n*e*l*m*u*n*d*o*
El poema lo hemos escrito nada más porque no podíamos no escribirlo. No pretendemos mostrarnos superiores a la historia de la literatura española. Aunque lo seamos. Solo quisimos dirigir la mirada al trato del amor referido arriba por los poetas menores. El alma en el soneto blanco nos llama a su recinto interior y nos regala su vista para usarla afuera en el mundo.
El cincel de la palabra nos ha retirado los sobrantes del mundo. Nos ha permitido mostrarnos tal como somos a los ojos del imperio de la naturaleza humana tocada por lo divino. El alma, como un auriga, tira de los caballos de las potencias del ser humano convertido en alguien sobrenatural para guiarlo a un destino desconocido por la mayoría de los lectores de la columna. Lo menos que puede hacer el bienaventurado, entonces, no es otra cosa sino balancearse adonde el camino del bien lo solicita. La bendición mayor del auditorio radica en la capacidad de conquistar al auriga, para dejar de andar a pie entre la prosa del camino y, en cambio, subir al carro majestuoso de ruedas de fuego de la poesía de la humildad conquistada a punta de trabajo.