OPINIóN
Actualizado 17/11/2023 07:58:24
Mercedes Sánchez

Emociona esta historia real.

Aquella niña tan llena de energía encontraba cada día un motivo para sentarse a hacer lo que más le gustaba.

Cada tarde, al llegar del colegio, cogía un lapicero que le parecía una varita mágica, y un cuaderno, en el que, como en un lienzo en blanco, se ponía a plasmar sus vivencias, regadas por toda la savia de su desbordante imaginación.

Escribir la hacía muy feliz y así saciaba sus inquietudes, recogía las tradiciones y las mezclaba con sus intereses, convirtiendo sus escritos en un pozo de fantasía.

Un día su madre empezó a regañarla por perder así el tiempo.

Otro día le recriminó que usaba muchos lapiceros.

En otra ocasión, con aquella economía familiar precaria, le dijo que ella no tenía dinero para tonterías.

Aquellas frases repetidas resultaban lapidarias en su inocente corazón que no entendía de otra cosa que no fuera alimentar su pasión de grafito y papel.

Dando vueltas para encontrar solución, empezó a escribir a escondidas. Buscaba el hueco, el rato, el instante fugaz para aquella actividad. Pero siempre era sorprendida, sin remedio, y sus intentos resultaban fallidos, siempre escuchaba la misma letanía, siempre el mismo enfado. Siempre la embargaba la misma desesperanza.

Cuando creía todo perdido, una noche descubrió que entraba un rayo de luz por la ventana.

Se asomó con los ojos bien abiertos, y fue como si el azar benefactor llamara a su puerta, como si un ángel la viniera a visitar. Desde ese momento comenzó a escribir cuando todos dormían, con todo apagado, solamente a la luz de esa farola que había en la calle, delante de su casa.

Nada como desear algo fervientemente, nada como no desfallecer, nada como no darse jamás por vencida, nada como alimentar la constancia, el tesón, la férrea voluntad.

El tiempo pasa y una redacción presentada a su profesora de Lengua y Literatura recibe un comentario devastador: “tú no tienes talento para escribir”. Aquella sentencia se graba como un eco en su cabeza, cada sílaba rechina en su interior, derrite todas las páginas en blanco de todos sus cuadernos y evapora todos sus lapiceros.

El reloj y la vida dan muchas vueltas, y la llevan en volandas con su marido a otro país, a otra lengua, a otros quehaceres.

Pero la fuerza de la palabra sigue dentro.

Pero el sortilegio de la expresión permanece, en algún lugar, dormido, reposando, aún dolorido.

Y los “ángeles buenos”, como ella los llama, (los amigos), la animan a retomar su interés, la impulsan a seguir su instinto, la motivan a desprenderse de todo lo que la vida le dijo que no, y a volver a la confianza, al renacer de lo escrito.

Así es como esto que parece un cuento, se vuelve epílogo de carne y hueso, y su relato se convierte en premio en un concurso literario. Se hace magia al poco tiempo y va imprimiendo páginas en un libro que sale, como si viniera del pasado, de la luz de una farola a la de los escaparates de las librerías, que huele a imprenta, en el que a través de historias en un idioma aprendido y algunos conjuros en su lengua nativa desarrolla su inquietud ferviente y apasionada por el mundo de las letras.

Ahora sus lectores y editores la animan a seguir la saga.

No hay nada como desear algo con pasión. Nada como persistir. Nada como perseverar.

Los sueños existen y, a pesar de los insomnios, se acaban cumpliendo.

Dedicado a la fortaleza de Nicoleta Carmen Drimbarean.

Mercedes Sánchez

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