Este viernes, estimados lectores, me tomo un descanso de la campaña a favor de la maternidad y la infancia, justo después de acabar con el proceso de apego, durante el primer año de vida. Volveremos ya con el segundo y tercer años e vida.
Hace ya unos meses escribí un texto crítico con la solución dada a este monte o cerro o soto de San Vicente. Lo titule “El triste monte de San Vicente”.
Mantengo las críticas, pero definirlo como “triste” (era verano y estaba un poco descuidado) fue un error. En el resto de críticas, ahora que lo conozco, me reafirmo.
Pero desde que lo uso como paseo, he descubierto también sus bondades: olores a tomillo, lavanda, madreselva y cientos de arbustos.
He cambiado mi paseo diario, por la ribera del río y lo he sustituido por el recorrido completo del cerro, las subidas y los paseos. Además suelo acabar con 50 escalones de la escalera que está en el sur, junto al resto de muralla.
Se recorre, dependiendo del ritmo, en media hora o una. Y mejor, si además de andar, se huelen los aromas, y se detiene uno para otear las vistas de la ciudad o el horizonte.
Está lleno de bancos de madera donde se puede leer, meditar, charlar, disfrutar de las vistas a la ciudad, el río y el campo.
Una vez en la cima, hacía el sur, la sierra de Béjar.
Como dice la canción “la sierra de mi pueblo no la puedo olvidar.…”. Me crie en Navalmoral de Béjar, mirando a la izquierda a la sierra y, al oeste la Peña de Francia ¿Cómo no amar estos horizontes, con el valle San Gusín en medio? Mi pueblo se llamaba así porque tenía algunos morales, en las calles y placitas. Las moras se subastaban o donaban, cada año, para que el agraciado pudiera venderlas en Béjar. Tenían que llenar una cesta de moras y venderlas “perra a perra”, con un vasito como medida. Recuerdo al bueno de Basilio, el pregonero, y Luisa, su hermana subidos a una escalera encaramados al moral de turno. Llenada la cesta tenían que caminar cinco kilómetros hasta Béjar. ¡Eran tiempos duros para vivir!
Por entonces la sierra de Béjar siempre tenía nieve, un manto en el invierno y unos neveros todo el verano. En mi infancia me parecían los ojos de la sierra, porque brillaban y se humedecían con el sol del oeste.
¿Lloraba la sierra porque ya sabía que se iba a quedar ciega? Ahora muchos vivimos mejor, pero estamos arruinando la tierra ¿Somos nosotras también los ciegos?
Volviendo al trazado del Cerro de San Vicente, le aseguro que es perfecto para hacer ejercicio, con pequeñas subidas y paseos laterales, rodeados de plantas aromáticas que acarician la pie, los pulmones y hasta el alma.
No puedo dejar de pensar en los monjes que tuvieron un convento allí, con sus parras, huertecitos y almendros.
Este monte, hoy perfumado, es cuidado con celo por Manuel, hombre culto, amable y dispuesto a enseñar cuanto sabe y buen conversador. Él abre, vigila, cuida y cierra este cerro, cada día.
Es el lugar del nacimiento de Salamanca. Cerro usado como defensa, cobijo, atalaya para ver los peligros, con el río a sus pies y campo abierto a sus espaldas ¡Honor a aquellos ancestros! ¡Qué sorpresa si vinieran de nuevo y vieran su Cerro!