“¿Qué es lo que falta / que la ventura falta?”, JOSÉ MARTÍ, Amor de ciudad grande.
Hace pocos días, y después de una preparación propagandística, mediática, informativa y publicitaria digna de las más canónicas sociedades dictatoriales de unanimidades decretadas y homogéneas consignas, ha tenido lugar en el Parlamento de este país una ceremonia de juramento a la Constitución de Leonor de Borbón, la última heredera de la dinastía monárquica reinante en una España que no ha sabido, no ha querido o le han impedido librarse de las ataduras de vasallaje feudal a que obliga la monarquía, una dependencia social de plebeyez impuesta a la fuerza por la dictadura franquista.
Más doloroso que esa imposición, ese empalago colectivo y ese exceso de babeo con que se ha recibido el juramento de la heredera de la monarquía borbónica, es la constatación de la lagotería periodística y la docilidad política con que se ha tratado, adjetivado, “vendido” y hasta justificado la finta que se sirve de la excusa del citado juramento para emitir a los cuatro vientos gratuitamente, ostentosamente, exageradamente y hasta buscando efectos sociales de naturaleza afectiva, un gran anuncio de la monarquía, de sus muy dudosas excelencias, de sus indemostrables utilidades y de su más que increíble necesidad.
Constatar el nivel de servilismo a que han llegado la mayoría de los medios de comunicación con motivo de ese gran sarao publicitario del juramento (una ceremonia innecesaria, puramente de ostentación, jactancia, boato y autovanagloria de sus protagonistas, con ningún encaje ni mandamiento en el ordenamiento jurídico), ya no sorprende en un país devoto del titular y proclive al rebañismo forofo de la opinión, a la bandería boquiabierta y al poco pensar.
Indagar, sin embargo, en los porqués de la insoportable zalamería lisonjera, el obsequioso editorialismo y las galantes alfombras verbales de la mayoría de la clase política para los etéreos, por inexistentes, méritos de Leonor de Borbón, sí nos enseña algo, nos pone en la pista de las causas de ese efecto de dócil sometimiento, nos da mucha información del por qué esa misma clase política defiende a capa y espada la llamada “Transición” (origen del reinado borbónico, crisol de apaños históricos, papilla enorme de las “reformas políticas del franquismo” y época de los grandes desacuerdos que hicieron posible, más que el funcionamiento del sistema democrático -a la vista está-, la configuración partidista de su aprovechamiento).
No es de extrañar, pues, que ante una clase que podríamos llamar de “formadores de opinión” (la prensa y la clase política, que desde esta perspectiva recuerdan demasiado a los “educadores” y “comisarios” soviéticos de las grandes aclamaciones unánimes), hayan sido posible escándalos, insultos y menosprecios masivos como los relacionados con la gestión de Juan Carlos I, ocultamientos crónicos y manipulaciones genéricas como las que tienen que ver con el conocimiento, la enseñanza y el juicio de todo lo relacionado con la historia y el horror de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, o que hoy sea posible la influencia pública y el espacio mediático de personajes cuyos comportamientos les hubieran acarreado la cárcel en cualquier país democrático.
La importancia que cada uno quiera darle a la imagen que, como país, hemos proyectado al exterior con todo lo relacionado con la exaltación candonga de esa ceremonia de juramento, es algo que, por lo epidérmico, puede obviarse e, incluso, despreciarse. La sensación, sin embargo, de maltrato político condescendiente y de imposición informativa que como ciudadanos hemos soportado durante demasiados días (ya sabemos que también durante demasiados años), unida a la creciente escasez de voces críticas, a la conversión zalamera de muchas antes razonablemente lúcidas, y la execración pública de toda discrepancia respecto de esa insultante fastuosidad, nos han enseñado, también, lo que somos.