OPINIóN
Actualizado 30/10/2023 09:24:37
Charo Alonso

En estas fechas de castañas y hojas volanderas regresa la jardinera del cementerio. Ya no me pide que la acompañe porque ahora puede sola con el cubo, el cepillo y el trapo y tampoco llama a la vecina de la calle del camposanto a que le dé agua porque no funciona el grifo que pusieron, con más buena voluntad que eficiencia, el ayuntamiento que custodia el pequeño cementerio de este pueblo de caminos de tierra.

La veo llegar con su paso rápido a pesar de la edad, con su ansia por madrugar y acabarlo todo en esa media mañana en la que viene el panadero puntual como su empeño por barrer la calle y dejarla impoluta de pajitas que levantan los tractores una y otra vez para que ella vuelva a sacar la escoba de ramas y le dé otro repaso a la esquina del corazón, donde da la vuelta el aire. La veo llegar y afanarse, primero en la que ahora es su cama de piedra, limpiando las letras que juntas hacen el nombre de mi abuelo y cifras que yo, más niña, restaba para ver con cuántos años se nos fue al cielo dejándola viuda. La piedra de su panteón es oscura y agradecida, y acaba enseguida, trapo, agua, flores nuevas… todo antes del día en el que, según ella, solo va la gente a que les vean, paseando por los estrechos caminitos que separan a los vecinos del pueblo: Aquí ella, tan joven, tan duro que fue todo, más allá, mis primos, tu tía abuela y más allá aún, junto a la pared, en lo que es túmulo puro sin piedra, tu abuela. Entonces le recuerdo que no soy su hija, sino su nieta, y que esa Aurora cuyo nombre no aparece en la cruz oxidada es el de mi bisabuela, la mujer del herrero.

Junto al muro que a mí me gusta desordenado de piedra y de cal que nadie repasa como repasaba ella la blancura de su casa, el montón de tierra ya es tumba de niño si algo queda de los huesos cansados de mi bisabuela materna. Y como ella aquí puede hacer bien poco, cansada de tanto trapo y tanta piedra, junta con sus manos y sus pies el montoncito de tierra, lo arropa, lo amontona, lo mima y a mí siempre me parece un cuerpo dormido, cubierto por una manta, ahí donde no hay caja y son las raíces las que abrazan a la mujer que no conocí. Al cabo de un rato se yergue, cansada de tanto trajinar y recoge sus aperos de labranza, reza una oración en cada tumba para despedirse de todos, hace un gesto a los vecinos que, seguramente ya no discuten por lindes ni por medianeras de las casas, quietos todos en sus tumbas colindantes, en su apacible tranquilidad de eterna vecindad. Y cuando ha saludado a todos, regresa, el paso aún más cansado, o quizás no, porque hace más de diez años que se queda, tranquila y fuerte, en la que ahora es su casa como lo es mi amor y mi memoria, mi abuela, la jardinera de mi alma.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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