OPINIóN
Actualizado 27/10/2023 08:54:03
Ángel González Quesada

Deuteronomio, 7,2.

“Después de este pequeño apunte sobre la guerra de Israel y Palestina, nuestro espacio meteorológico nos anuncia un fin de semana de tiempo soleado, perfecto para escapadas que volverán a llenar las carreteras de vehículos para seguir disfrutando de este veranillo inesperado…”. La cantarina voz de la conductora del programa radiofónico, que no cambia el tono de uno a otro tema, se mezcla con la música de un anuncio de perfume italiano que apela a nuestra fragante hombría o nuestra perfumada feminidad… Es la indiferencia que estalla en toda su crudeza en nuestros oídos, es la desatención institucionalizada y aprendida, es la insensibilidad moral que nos ha convertido en seres hundidos en el estupor de la apatía, reos de la indolencia, prisioneros de la desgana.

Estamos asistiendo, en directo y con información diaria, a la eliminación sistemática de un pueblo, el palestino, asesinado fríamente ante la indiferencia del mundo, frente a nuestro despego y nuestra cruel abulia. Las acciones que el estado israelí ejecuta contra Palestina desde 1948, condenadas en muchas ocasiones por resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas, y que han convertido a ese pueblo en casi apátrida y siempre refugiado, mísero y perseguido, han alcanzado este mes de octubre su culmen y su arremetida final.

Gaza, una franja de terreno convertida por la crueldad, la fuerza bruta, el dinero, la indiferencia y la ideología invasiva en la mayor cárcel del mundo, ha ido durante décadas estrechándose por la imposición y la amenaza, y hundiéndose en unas condiciones de vida infrahumanas, con carencia de todo y conciencia de mucho más, especialmente de rabia por la injusticia, y hoy, ante nuestra cara, con el jactancioso desprecio del impune y la complicidad de los rentistas del mundo, se ha convertido en el objeto de un genocidio sin paliativos, la mayor muestra de iniquidad de los últimos tiempos.

En la mediocridad criminal del discurso político oficial en el mundo, se ha generado una realidad abstrusa y absurda, una suerte de división propagandística entre quienes apoyan a Israel en su vergonzosa y vergonzante acción, gentes, dicen, de bien y de orden, y el bando de aquellos que lo rechazan, considerados poco menos que enemigos de la civilización y reos del rechazo y la maledicencia.

Como en toda muestra de despotismo con los débiles, los reaccionarios se alinean sin fisuras con la matanza de niños palestinos, en un bucle lingüístico que quiere trocar el derecho de defensa con la maldad de la venganza. Hay artículos periodísticos, intervenciones televisivas o radiofónicas y textos en redes sociales de apoyo y alineamiento con Israel, que constituyen verdaderos prontuarios del salvajismo.

Crear dolor para responder al dolor ha sido siempre el peor camino del humanismo y la más oscura cueva del desafuero moral. El ojo por ojo es la negación del pensamiento, incluso en el caso de igualdad de ofensa o de fuerza, lo que no sucede en Palestina. Negar el agua, el pan, el espacio… la vida, no debiera estar escrito en tratado alguno de la guerra. Tratar de sopesar en dos idénticos platos de la balanza el terrorismo de Hamás y el exterminio israelí del pueblo palestino, es el más indecente rasgo de impotencia intelectiva. La indiferencia ante la muerte de uno, de mil niños palestinos, el menor atisbo de justificación del dolor de un pueblo tan sediento, asesinado hoy en prime time, es la señal primera, tal vez la última, de la disolución de toda humanidad.

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