“…y lo que más siento / es no tener la flor, pulpa o arcilla, / para el gusano de mi sufrimiento”. FEDERICO GARCÍA LORCA, Soneto de la dulce queja.
Según cifras oficiales, el pasado año se suicidaron en España unas 4.000 personas. La cifra, mucho más escalofriante en su realidad guarismo a guarismo que en su mero enunciado, es sistemáticamente obviada, escondida, ocultada o directamente ignorada tanto por los medios de comunicación como por el discurso político general de este país, devoto sin embargo de contabilizar al día el número de desempleados, los índices bursátiles, los niños en el hambre de la miseria, las temperaturas, los récords o, también, el número de mujeres asesinadas, como si no hubiese motivo para avergonzarnos de todo eso y sí, en cambio, de los suicidios.
Suele conectarse el suicidio con la desatención a la salud mental, haciendo depender el aumento del número de suicidas con el bajo porcentaje de sanitarios dedicados a la atención pública de enfermedades mentales, dando por supuesto que la decisión de quitarse la vida es consecuencia siempre de un desequilibrio o una patología. Ello implica que, al menos de un modo general, se considera al suicida víctima de una decisión no totalmente voluntaria sino dictada por una errónea percepción, por enferma, de una realidad que debería ser, estando sano, la apreciación de la vida y el empeño en conservarla a toda costa.
Es evidente que las causas directas del suicidio pueden encontrarse en múltiples circunstancias vitales tales como el maltrato físico o psicológico en todas sus formas, la pobreza, el desamparo, la negación de la sexualidad, la imposibilidad de alimentar a los hijos, el sufrimiento o el dolor causado por distintas enfermedades y mil causas de la psique humana de filiación absolutamente personal. Pero no sería ocioso tener en cuenta también circunstancias mucho menos constatables ni cuantificables como la desesperanza o el cansancio vitales, la decepción fraterna o el desamor, la asfixia del desprecio, la intolerancia a la vergüenza o la herida de la deslealtad, categorías del pensamiento no siempre causadas, y pocas veces determinadas, por lo dicho anteriormente.
Evitar el suicidio es una tarea social, colectiva y de responsabilidad pública que debe ser contemplada, tratada y enfrentada desde las diversas caras de un prisma muy complejo que incluye el replanteamiento del valor del afán, las puertas de la autopercepción, los niveles del fracaso vital y otras circunstancias muy conocidas por la Psiquiatría. Limitar o asociar la lucha colectiva contra el suicidio a una labor de propaganda vitalista plagada de adjetivaciones buenistas o solo dirigida a un cambio temporal de percepción individual, sin tocar la realidad circundante y solo intentando perfumar basuras o relativizar, escondiéndolas, multitud de fallas, rémoras y lastres del edificio social de la convivencia, que son en gran parte las causas externas que determinan la decisión última, es estancar el conocimiento de la complejidad del deseo de muerte y limitar, y en muchas ocasiones no entender, el impulso suicida.
No se trata aquí de despreciar o minusvalorar el admirable trabajo de psicólogos, psiquiatras o profesionales que se esfuerzan cada día en el tratamiento de enfermos mentales que contemplan la idea del suicidio como algo accesible, real y posible. Pero tampoco de justificar ese ocultamiento social del suicidio como un vergonzante dato de fracaso social, que sería como ocultar nuestro propio fracaso colectivo. Tener claro que las personas no se suicidan para matarse ellos, sino para matarnos a todos los demás, culpables en uno u otro modo de aquello que les hace sufrir, es empezar a entender el rasgo perverso del abrazo fraternal a quienes quieren suicidarse.
Sin buscar injerencia alguna en los tratamientos psicológicos y psiquiátricos, se echa de menos la importancia de explicar claramente, racionalmente, humanamente, no solo al suicida sino en el espejo de nuestra cotidianidad, la importancia de vivir como proyecto de cambio permanente, creativo como ilusionante, constructivo como esperanzador y novedoso como imaginativo, en el que el posible suicida y los demás deberemos implicarnos para cambiar la realidad sin edulcorarla ni disfrazarla, sin ocultarla ni negarla, lo que irá mucho más allá de convencernos, y al que quiso quitarse la vida, de algo mucho más valioso que la mera supervivencia.