Recuerda con claridad que llevaba en su mano un saco de ilusiones de niño, cuando de aquel deporte tan sólo conocía una pala, una bola y una pista en la que se jugaba con imposibles paredes que, a veces, parecían moverse sin templanza ni decoro.
Las rectas líneas blancas hacían juego con las blancas y onduladas nubes del cielo, la moqueta simulaba el tono de la hierba verde, y unos puñados de arena, como una pequeña y tacaña playa, conservaban el mullido suelo y amortiguaban posibles patinazos.
La red, casi de pescador, en el centro, separaba aires rivales, recogiendo por un instante las bolas fallidas como peces resbaladizos que, al posarse en el suelo, parecían pequeños pollitos amarillos recorriendo la pista.
La espalda se curvaba para recoger el sembrado de errores que había en el suelo, cual parvada, como alfombra de manzanilla; pronto logró levantarlas entre la pala y el pie.
Los muros de vez en cuando parecían encogerse y las pelotas saltaban por encima, provocando constantes interrupciones para rescatar, cuando era posible, alguna de las tres esferas que había en el bote antes del encuentro. También a veces, de repente, las paredes simulaban ser jugadores expertos que ocupaban la pista y devolvían a palazos cada envío, o bien lo dejaban muerto, sin fuerza, por el suelo.
Saque derecho, revés, o de fondo, hacer un globo, liftar, aprender nuevos golpes, nuevo vocabulario…
Pronto aquel deporte adornaba con merecidas copas la estantería de su habitación, en la que se alternaban fotos de colegio, libros y logros. Y su almohada sembraba cada noche “sueños de ser” en todos aquellos retos diarios, tan distintos, que se proponía.
El tiempo ha ido haciendo su trabajo, le ha ido modelando como arcilla a base de estudios, esfuerzos, desarrollo de habilidades, relaciones, trabajo, perspectivas, y tantos proyectos…
Y en esta etapa, cuando todo vuelve a estar en equilibrio, la vida le va permitiendo disponer de una llavecita que ayuda a parar el reloj y dejar un tiempo entre sus implacables agujas para retomar esta afición que tanto le aportaba.
Su paletero al hombro guarda las tres palas de pádel que va intercambiando en cada momento de los partidos; de cada una conoce perfectamente su cuello, su punto dulce, su pegada, su peso, la composición de cada una de sus moléculas de fibra de carbono o de vidrio, y las distribuye según va necesitando, según la intensidad del juego, según las características del compañero o de los contrincantes, según las variables que se presentan.
Y así hoy, como siempre, completamente concentrado en el juego, con su cordón en la muñeca y su puño con el overgrip convertido en prolongación de su mano, despliega su ramillete de golpes para torear la bola: contraparedes, saques de fondo, de doble pared, rebotes, golpeos, voleas, chiquitas, toques, bandejas, víboras al rincón, remates…, pide la bola para avisar al compañero, se sitúa de nuevo al fondo después de cada devolución entre esas paredes, que ya son de sólido cristal.
Al acabar el partido, tras saludar a los participantes y hacer las bromas de rigor, mientras estira sus músculos uno a uno con la misma destreza habitual, su rostro esboza una agradable sonrisa, se siente satisfecho porque todos los ámbitos de su vida están en el centro de la balanza, porque el deporte para él es el lugar en el que siempre ganar salud, conocer gente nueva, cultivar sus relaciones sociales, incluso marcarse nuevas metas de mejora que le permiten desarrollar todos sus amplios espacios de crecimiento vital.
Mercedes Sánchez