OPINIóN
Actualizado 13/10/2023 07:58:38
José Luis Puerto

Y vuelven los desastres de la guerra. Nunca nos vemos libres de los desastres de la guerra. Francisco de Goya y Lucientes lo sabía y supo plasmar con su genio pictórico tales desastres, como protesta contra ese monstruo que siempre es la guerra y como grito en favor de la paz, de la convivencia, de la vida, que es el derecho más sagrado de todos los seres humanos.

La guerra es monstruosa. Los asesinatos en nombre de cualquier causa son monstruosos. Los secuestros son monstruosos. Los bombardeos de las poblaciones son monstruosos… La guerra es un monstruo que hemos de conseguir erradicar.

Ucrania. Ahora, Israel y Palestina. Y todas las demás guerras olvidadas constituyen desastres, perspectivas monstruosas, que nos deshumanizan, que convierten en caos cualquier perspectiva humana, invierten la trayectoria a la que estamos destinados los seres humanos desde que llegamos al mundo: la fraternidad, el amor, la bondad, la convivencia… y, a partir de tales valores, el acceso a una plenitud que no está en lo inalcanzable, sino en aquello que tenemos a mano:

Dar un paseo con los seres próximos, mantener una conversación con nuestros amigos, reencontrarnos con las personas queridas ante una taza de café, realizar un regalo a una persona allegada en su cumpleaños, tener un hijo, conseguir un logro… En todas esas cosas, y en otras por el estilo, alcanzamos los seres humanos nuestra plenitud, que siempre está a nuestro alcance si sabemos orientarnos por ese lema que expresaran los escolásticos medievales y que renovara, por ejemplo, el poeta inglés John Keats: verdad, bondad y belleza.

A lo que podríamos añadir fraternidad; respeto por las diferencias de todo tipo, de raza y etnia, de condición social, de orientación sexual, de religión y de creencia… Porque en todo ello se hallan los elementos de un código civilizador, que encuentra su cifra contemporánea en la declaración universal de los derechos humanos.

De nuevo, los desastres de la guerra. Y la perspectiva de los inocentes pisoteada. Porque esa es la perspectiva siempre de la vida y de la paz, del existir tolerante, del respetar a los demás. Y, estos días, la muerte, el sacrificio de los inocentes, de todas las partes (no hay unos mejores que otros, no hay unos con más derechos que otros, todos tienen la misma dignidad), es un grito contra la barbarie de la guerra y contra todas las monstruosidades que genera.

Quedémonos –podríamos haber elegido otra cualquiera de las que estos días aparecen en las televisiones– con la imagen de la madre que, en medio de la ciudad bombardeada, rodeada por escombros de edificios, grita al mundo por sus hijos, muertos, que quiere con vida y que le han sido arrebatados por la barbarie de la guerra, y, en su grito de dolor, se la oye exclamar:

“–¡Somos gente pobre!”

Que es lo mismo que si gritara:

“–¡Somos inocentes!”

Frente a la barbarie, frente a los desastres de la guerra, cuyos tizones estos días se avivan, solo cabe proclamar bien alto el derecho de los seres humanos a la paz, como pidiera Federico García Lorca en su oda “Grito hacia Roma”, en Poeta en Nueva York.

“–¡Paz, paz, paz…!”

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