OPINIóN
Actualizado 05/10/2023 07:54:00
Álvaro Maguiño

A veces me digo a mí mismo que una rutina errática requiere actitudes erráticas, pero templadas. Ordenar las horas en torno a fechas de entrega suena lógico y deseable, pero también gusto de ir a tientas hojeando todos los libros que pasan por mis manos en busca de alguna casualidad que me despierte curiosidad y me conduzca a líneas fructuosas, aunque nunca es así. Ni hay tiempo, ni hay ganas, ni nadie con quién hablar de ello.

El lunes fue el día errático en el que terminé un libro para clase. Sin embargo, terminó siendo más para mí que para completar diez páginas blancas en un Word. Trata sobre la aparición, la problemática y los usos de los iconos cristianos, contextualizando en cada momento los debates que se llevaban a cabo y poniendo ejemplos de las leyendas que surgían en torno a ellos. Un tema que siempre pasaba por alto ahora vivía días de gloria en mi cabeza y compartía asiento conmigo en el tren. Inmediatamente se formó un pequeño discurso mental en mi cabeza de cómo los debates sobre la doble naturaleza de Cristo repercutían directamente en su representación hasta nuestros días. Y esas palabras se amontonan junto a mi opinión sobre las películas en blanco y negro y la última que he visto, sobre lo mucho que me entristecen las restauraciones de estilo, sobre lo necesario que es vigilar a las tortugas, sobre la felicidad de las nubes y sobre todo cómo demostrar el impacto humano en el cambio climático para una actuación inmediata. Pero he decidido que todo ese río de palabras debe quedarse conmigo.

El acto de esconder la comunicación es una manera estúpida de apropiarse de las palabras, de dotarlas de una personalidad impostada y subrayar su críptico comportamiento. Aquella conversación que querría mantener pierde su significado al atravesar el aire de mis pulmones, pues se traba y ensucia con signos y significados intrusos. Sin embargo, la única manera de hacerla palpitar es ofrecerla para la escucha. Podría decir: “te regalo un relato sobre esto que no puedo quitarme de la cabeza, aunque sé que no es importante”. Es en este agasajo discursivo hallo satisfacción y pena a partes iguales, las palabras que veía transparentes son translúcidas en mi voz. Pero viven. Cuando decido que no merece la pena hablar me encuentro cómodo en una herejía. Quizás por cansancio, no con el interlocutor, sino con el lenguaje. Últimamente no tengo más que ofrecer que silencio y eso es desastroso: ni guardo con recelo una revelación mística ni hago vivir una experiencia con mi voz. Simplemente no tengo nada que me interese decir.

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