En estos inicios del otoño, luminosos y soleados –popularmente conocido como veranillo de San Miguel–, en nuestras andanzas entre Salamanca y León, atravesando siempre las muy queridas tierras zamoranas, nos detenemos en los pequeños ámbitos de algunos de nuestros pueblos, para indagar en las culturas campesinas, y le vamos tomando el pulso a las gentes, a sus mundos y los espacios que habitan.
Y advertimos siempre que hay una belleza en todos los ámbitos, en todos los territorios de nuestro país, que es una lástima que nos pase desapercibida. Nosotros nos detenemos a percibirla y a conocerla, para, de ese modo, documentarla en lo posible.
Estos días de atrás, al hilo de una intervención que habíamos de tener en la salmantina Fundación Santiago Pérez Gago, Aula Mística de Salamanca, así como, unos días después en el fallo del Premio de Poesía Ciudad de Salamanca, aprovechamos para visitar la localidad salmantina de San Muñoz, dentro del trabajo de campo que estamos realizando sobre la comarca de La Huebra, así como las zamoranas de Mayalde, Peleas de Arriba y Villanueva de Campeán.
Qué delicioso es seguirle tomando el pulso a la vida campesina, pese a la decrepitud de nuestros pueblos, debido a su despoblamiento y al abandono en el que viven. Porque aún late en ellos esa alma del mundo, insuflada por la tarea del ser humano en el medio que habita, así como por ese misterio que siempre trasparece en la naturaleza, misterio y belleza, así como una serenidad que procede de la lentitud, de latir al unísono con los ritmos del cosmos, fuera de cualquier aceleración urbana.
En San Muñoz, un grupo de mujeres nos entonan sus cantares y romances antiguos, con los que han celebrado y, en parte, siguen celebrando la vida, el transcurrir del tiempo, las fiestas del año que honran. Y, entre ellos, los hay de trabajo y religiosos (por ejemplo, a Santa Águeda), o ‘míticos’ y heroicos (como el de Landarico, popularmente conocido como Andarique). Qué deliciosos fueron los momentos que pasamos con las gentes de San Muñoz.
No menos los que vivimos con el paisanaje de Mayalde, que nos transmitió algunas de sus tradiciones. O con Antonio, en Peleas de Arriba, un anciano vivaz y enjuto, de 93 años, que no los aparentaba ni mucho menos, pese a haber llevado una vida de emigración en Suiza, a cuya casa fuimos de la mano de Segundo, otro anciano, allí casado, pero procedente de la localidad cacereña de Ceclavín.
Y, en el último momento de la tarde, con las últimas horas de sol, llegamos a Villanueva de Campeán, con las ruinas del viejo convento franciscano de Santa María del Soto, que, sobre el caserío del pueblo y a poca distancia de él, configura una estampa muy hermosa y, debido a sus ruinas, melancólica también.
El convento de Santa María del Soto conserva aún una fachada de una gran belleza clásica. Al parecer, el origen del convento fue una ermitilla en torno a la que se instalaron los franciscanos en el siglo XIV. La fachada de la iglesia, que es la que contemplamos es tardía, ya del siglo XVIII, pero de un gran interés; pese a que, presumiblemente, dado su estado de abandono, terminará desapareciendo. La vida de este convento llegó, al menos, hasta 1828. Después, la desamortización terminaría con él.
Su silueta, su estampa, la fachada de su iglesia, a la luz dorada del atardecer otoñal, de uno de los primeros días de la estación, eran muy evocadoras.
Para nosotros, la fortuna es que podemos seguir percibiendo, conociendo, documentando y disfrutando de nuestra tierra, de nuestras tierras, de ese misterioso espíritu de la tierra que aún late en todos nuestros espacios.
Y qué gran regalo es.