OPINIóN
Actualizado 22/09/2023 07:57:02
Mercedes Sánchez

Cada tarde bajan, al mismo paso, cada uno con su silla, encaminándose hacia la playa.

A esa hora, similar cada día, la arena les recibe, les saluda, les sonríe.

Abren sus asientos con calma, cual rosas mostrando su grana.

Ella deja, pausadamente, su bolso encima.

Se quita el vestido y lo dobla cuidadosamente, posándolo sobre el respaldo como la gaviota aterriza sobre la alfombra dorada.

Ajusta serenamente su bañador, y se dirige hacia el mar, con su paso firme, cumpliendo siempre la misma rutina, exacto ritual.

Él, que ni siquiera se sienta, se acerca tras ella hasta la orilla.

Ella mete los pies, no titubea, y va progresivamente dejándose cubrir de agua salada.

Finalmente, se extiende, disfruta, goza y nada.

Él, en la pequeña distancia, con sus brazos en jarras, sigue sus recorridos, allí de pie, expectante mirada.

Cuando ella termina su baño, sale del mar, se le acerca, le da un beso, y le coloca derecha la gorra con el gesto maternal tan entrenado.

Él la acaricia, con la sabiduría del amor tantos años compartido, y espera a que se siente.

Los dos, por fin, en sus sillas relucientes, miran al sol, que les abraza plácidamente.

El tiempo, en esos momentos, se detiene.

Allí están, por fin solos, en el silencio que deja cada mochuelo cuando ha vuelto apresurado a cada olivo.

Repasando anécdotas familiares de los días compartidos.

Orgullosos de la familia tan prolífera y rica que formaron hace tantos años, aquel día que tanto llovió, ella de blanco, él de negro, sonrisa en los labios, fuego en el corazón.

Mercedes Sánchez

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