OPINIóN
Actualizado 20/09/2023 07:55:23
Juan Antonio Mateos Pérez

Algunos alimentos son “buenos para pensar»”y otros “malos para pensar”

CLAUDE LÉVI-STRAUSS

La comida debe nutrir el estómago colectivo antes de poder alimentar la mente colectiva.

MARVIN HARRIS

Comer y beber juntos son actividades primordiales de la humanidad. No sólo nutrimos nuestro cuerpo, también nuestro espíritu. Son ritos cargados de significado. Y es, a través de los ritos como revelamos nuestra humanidad. Lo que comemos diariamente contiene todos los ingredientes de nuestro pasado y de nuestro presente, nuestra identidad y nuestro lugar en la sociedad y en el mundo, porque somos lo que comemos.

La comensalidad es la culminación de la hospitalidad, en la mesa se hacen y rehacen continuamente las relaciones familiares y sociales. Lugar de fraternidad y comunión, a veces, lugar de tensiones y conflictos familiares, donde se explicitan las diferencias o se manifiestan silencios que revelan un malestar colectivo. En nuestras sociedades del cansancio y del rendimiento, la lógica del tiempo se despliega sogún el trabajo, la productividad y el consumo, debilitando el simbolismo de la mesa y la comensalidad. Se reserva para momentos esporádicos, especiales y festivos, cuando la familia o los amigos se reúnen y se encuentran.

Posiblemente la mayor revolución de la humanidad fue la domesticación del fuego y el fuego nos hizo humanos. El fuego supuso una vida social más compleja, una división de tareas, servía para calentarse, tener luz, socializar y sobre todo para cocinar. Así podían consumir más calorías que cuando comían alimentos crudos, difíciles de masticar y digerir, ampliándose la dieta. Alrededor del fuego en las noches frías los cazadores relatan sus hazañas, evocan sus recuerdos lejanos y se refuerzan los lazos que unen a la familia, al clan o la tribu. El fuego permitió a ese homo de Atapuerca dormir en profundidad, dejando atrás la vigilia y desarrollando sus sueños y mundos posibles, transcendiendo más allá de sí mismos. El fuego mejoró las herramientas, constituyendo la base del desarrollo tecnológico.

Cocinar los alimentos al fuego, no solo mejoró la comensalidad, también el procesado y conservación de los alimentos, evitando enfermedades derivadas del consumo de comida cruda. Para muchos historiadores, la cultura comienza cuando los alimentos empiezan a cocinarse, ya que la cocina mejoró el magnetismo que ya producía el fuego, añadiendo una mejor nutrición. La cocina y el fuego creó la vida social y la comensalidad, convirtiéndose en actividades compartidas de carácter expiatorio, festines amorosos, actos rituales, transformaciones mágicas y religiosas. En todos los tiempos y épocas, el valor gastronómico de la comida, supera con mucho su valor alimentario, es con su alegría y su cercanía como el hombre ha desarrollado su espíritu, el lenguaje, el arte.

Esa solidaridad y cooperación que supuso la comensalidad: fuego y mesa, implicaron el salto de la animalidad a la humanidad. Hoy la comensalidad sigue cumpliendo la misma función, crear humanidad, cultura, solidaridad. Es cierto, cada pueblo tiene sus propios alimentos que marcan su identidad histórica. Si los hindúes detestan la carne de vacuno, judíos y musulmanes aborrecen el cerdo, el pulpo que es una delicia para los españoles, no pueden reprimir la arcada otros pueblos. Nos recordaba el antropólogo Marvin Harris, que los hábitos alimentarios no son accidentes de la historia, de valores o accidentes religiosos, hay motivos prácticos que explican esa realidad. Hoy sabemos de la triquinosis del cerdo en las carnes mal cocinadas, en un contexto histórico se convirtió en tabú y en prohibición religiosa.

Cada cultura ha ido resaltando su cocina, con sus salsas para realzar los sabores según los hábitos culturales. No pocas cocinas han marcado sus gustos culinarios en torno a fiestas importantes como la Navidad, la Semana Santa o la Pascua: el pavo, cordero, torrijas, dulces, chocolate, etc. La conmesalidad de alguna manera es sacramental, como nos recordaba Leonardo Boff, simbolizadas en ritos y prácticas. Sin la comensalidad y sus ritos, no es posible vivir ni sobrevivir, no hay alegría de existir ni coexistencia fraterna.

La cocina fue una invención valiosísima por la forma que unió a la comunidad. Pero esa invención hoy en día está amenazada. Por un lado, están los malos hábitos alimentarios: comida basura, plastificada, se come deprisa por el trabajo y el ajetreo de la vida cotidiana. Se come en la calle, en el despacho, en conferencias y seminarios, mirando los apuntes, en el cine o junto al televisor. Hoy prima un consumidor solitario de comida rápida, rompiendo los vínculos familiares y el acto de comer juntos.

Pero por otro, miles de seres humanos se encuentran a los pies de la mesa esperando las migajas para poder saciar su hambre. El mapa del hambre, más con el cambio climático, puede ser aterrador. Parece que estamos olvidando nuestros ancestrales orígenes, aquella comensalidad originaria, hospitalaria y solidaria, que nos permitió ser humanos. Está claro que la ética utilitarista y elitista que no está al servicio de la vida común no ayuda mucho. Por ello, no debemos no abandonar toda esperanza y apostar por una ética solidaria y de la comensalidad, comer juntos todo lo que nos sea posible.

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