El Jurado le otorgaba el primer premio por su creación 'Al otro lado del rio'
La peñarandina y salmoraleña de cuna Cecilia Hernández Sanz continua cosechando éxitos con sus creaciones literarias, a los que desde hoy se suma el ser la ganadora del importante concurso de narrativa de Bargas (Toledo).
Este galardón, enmarcado dentro de los actos oficiales de las fiestas patronales en honor al Santo Cristo de la Sala, ha sido entregado tras la deliberación del un Jurado experto, encargado de evaluar cada una de la multitud de propuestas presentadas este año al certamen, otorgando a la peñarandina el primer premio con el trabajo titulado “Al otro lado del rio”, presentado bajo el lema “Marcela”.
Cecilia recogía emocionada su galardón en la Casa de Cultura Maria Zambrano y en el transcurso del XXXVI Recital de Poetas Bargueños ‘José Rosell Villasevil’
‘AL OTRO LADO DEL RIO’ CECILIA HERNÁNDEZ SANZ
¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que utilizó colorete? No lo recordaba. Antes de casarse, seguro. A Paco nunca le gustó que se pintara. Nunca le gustó nada de ella, en realidad. Su matrimonio podía resumirse en aquello que dijo el viejo príncipe Salina de El Gatopardo: “un año de fuego, treinta de cenizas”. Cenizas –y angustias, y rabia, y alguna bofetada- para ella en exclusiva, pensó, porque Paco siguió con sus andanzas y sus fiestas tan tranquilo. Como si nada.
Pero ahora, allí estaba ella, frente al espejo, nerviosa como una chiquilla, mirando los productos de maquillaje como si hubieran aparecido de repente en su baño y no hubiera sido ella misma quien los comprara unas horas antes. ¿Era así como se sentía el amor? ¿Era aquella sensación en la boca del estómago producto de las famosas mariposas?
Se sentó en la cama y se echó a llorar.
Adela, 65 años, viuda desde hacía cuatro. Madre de tres hijos que vivían fuera. Enamorada por primera vez.
Cuando recuperó la compostura, optó por maquillarse con suavidad, casi de forma imperceptible. Pero fue suficiente para sentir que rompía una de las reglas que habían marcado su vida desde chiquilla. Nada de llamar la atención, de levantar la voz, de expresar sentimientos. Siempre correcta, educada, distante. Tanto que no culpaba a sus hijos por apenas llamar. Nunca fue buena madre; su rabia interior se lo impidió.
El ligero tono rosado de sus mejillas, junto a un leve toque de brillo en los labios confería a su expresión una dulzura desconocida. En lo demás, no había grandes cambios: su cuidada melena rubia y uno de sus elegantes trajes de chaqueta. Perfecta como siempre en su papel de gran señora sin necesidades económicas que divide su tiempo entre la caridad y las causas culturales.
Y a eso iba aquella tarde del colorete rosa y los nervios de enamorada principiante. A su encuentro semanal con la cultura en la biblioteca central de la ciudad dorada. Los jueves en torno a las 20 horas era la cita de su club de lectura.
Mientras caminaba sorteando a peatones que como ella tenían un motivo y un destino, recordó que la decisión de inscribirse en el club también fue un paso adelante en su monótona e insípida vida. Algunas de sus amigas no entendieron que saliera de los círculos sociales que frecuentaban para adentrarse en lo desconocido. “Ahí puede apuntarse... cualquiera, ¿no?”, le dijo Rosina, otorgando a ese “cualquiera” el tono y la intención que hubiera dado a palabras como chusma, plebe o siervos.
Adela rió ante ese recuerdo. Cualquiera, sí. Y menos mal, pensó. Menos mal.
Antes de llegar, paró en una cafetería que le pillaba de paso y compró canapés y sándwiches. Aquel día le correspondía a ella llevar la merienda y no había tenido tiempo de preparar nada. Finalmente, a eso de las ocho de la tarde enfiló la puerta de la biblioteca, un histórico edificio propio de la ciudad que habitaban. Majestuoso, el brocal del pozo en el patio pareció saludar a Adela, quien, nerviosa, tragó saliva y bajó las escaleras hacía la sala de reunión.
Allí ya esperaban varios de los integrantes del club. Estaba Sofía, poetisa de larga melena canosa y originales vestidos de colores nada discretos. Siempre iba acompañada de una carpeta en la que llevaba, mecanografiadas, algunas de sus poesías que regalaba por la calle a los turistas. En aquellos momentos estaba concentrada, con un bolígrafo en la mano, y Adela entendió que había tenido uno de sus ataques de inspiración. Las musas, decía, son juguetonas y vienen cuando quieren.
Junto a Sofía, ya se sentaban Arturo y Manoli, un matrimonio de clase media, de barrio obrero, algo mayores que Adela. No habían ido mucho a la escuela, se disculparon con vergüenza el primer día, pero siempre les habían fascinado los libros. Adela se encariñó con ellos de forma inmediata y eran ya grandes amigos, aunque sus vidas hubieran tenido tan poco que ver. Tenían una casa en su pueblo, en la sierra, y había prometido ir unos días el próximo verano.
Separado del resto, como solía, estaba Alberto. El chico extraño, como siempre le llamaba Adela para sí misma. El más joven del grupo pero, al mismo tiempo, el más callado e introvertido, escondido detrás de unas grandes gafas de pasta, larguirucho y con incipiente joroba causada por llevar siempre la cabeza gacha y huidiza. Parecía encontrarse a disgusto pero no dejaba de acudir a las sesiones del club, nadie se explicaba por qué.
Junto a Adela se sentó Vanesa. Se sonrieron. Vanesa era una mujer de cincuenta y tantos, risueña, inteligente y bien formada, había estudiado Historia y trabajaba en el archivo de la ciudad. Adela envidiaba en secreto su pelo corto, su forma de vestir, moderna y sin convencionalismos, la seguridad con la expresaba sus opiniones y el hecho de tener un trabajo que conformaba su vida. Que era su vida. Apenas las separaban diez años pero, desde el afecto que ya se profesaban, Adela sentía que pertenecían a planetas diferentes.
“Bueno, pues parece que ya estamos todos”. La voz de la coordinadora del club, Mariló, sobresaltó a Adela. Echaba ojeadas hacia la puerta desde hacía rato, esperando, nerviosa y expectante. Miró el reloj, aún quedaban un par de minutos para las ocho, ¿por qué Mariló había dicho aquello?
Sofía hizo la pregunta que a ella le quemaba en la garganta. “¿No viene Poli hoy?”
Mariló negó con la cabeza y respondió mientras repasaba sus apuntes de la sesión anterior. “No, no puede venir, no se encuentra bien”.
Adela sintió que el suelo se abría bajo sus pies y era engullida por las fauces milenarias de la ciudad. De repente, le entraron unas ganas terribles de llorar. Tuvo que tirar de toda la educación espartana recibida a lo largo de su vida para controlarse y no gritar a los cuatro vientos que aquel club le importaba un pimiento y que ella ya solo acudía para ver a Poli, para estar con Poli.
Poli. Todo había comenzado mientras leían ’84, Charing Cross Road’. El profundo e imposible amor entre la autora y el librero Frank Doel, nacido y alimentado en las misivas que cruzaron durante años, llenó los corazones de todos los integrantes del club e hizo que Adela y Poli comenzaran a mirarse de forma diferente. Solo eso. No había pasado nada más que aquellas miradas y sonrisas que eran patrimonio de los dos, aunque fueran contempladas en silencio por el resto.
Poli tenía algunos años menos que Adela, apenas pasaba de los 60. Era alto, delgado, de rasgos angulosos y pelo blanco abundante. Un gentleman. Había sido marinero y varias cosas más, hasta que pudo prejubilarse y volvió a la ciudad para vivir cerca de su hermano. Pintaba maravillosamente bien y su intención era exponer algunos de sus cuadros. Adela le animaba a ello y, en la última sesión del club en la que se vieron, había quedado en ir algún día a ver las obras en directo.
Y desde entonces vivía por y para que llegara aquel día.
La sesión del club comenzó y terminó sin que Adela se enterase bien de lo que hablaban sus compañeros ni de lo que ella misma dijo en su turno de exposición. Comentaban ‘Ven y dime como vives’, un pequeño libro de memorias escrito por Agatha Christie durante los años que pasó acompañando a su segundo marido, arqueólogo, en las excavaciones por el Oriente Medio. Vanesa, docta en la materia, ilustró a todos sobre las civilizaciones cuyas huellas buscaban aquellas expediciones en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Pero Adela, que en otros momentos hubiera disfrutado con deleite de la sapiencia de su compañera, no tenía el cuerpo para fiestas históricas. Apenas murmuró unas palabras de despedida y salió hacia su casa sin esperar a nadie. Qué tonta eres, Adelita, se iba repitiendo mientras caminaba. Qué tonta. Qué importa que hoy no haya ido, es normal, con este tiempo de locos se habrá resfriado. Ya le verás la semana que viene. No seas niña. Tendrías que haberte comportado más normal. Qué pensarán los demás.
Al llegar a casa se sintió más tranquila. La semana que viene le vería. Solo eran unos días más.
Pero no, Poli tampoco acudió la semana siguiente. Ni la siguiente. Al parecer seguía sin encontrarse bien, “una gripe mal curada”, decía Mariló cada vez que le preguntaban. “No, no os puedo dar su teléfono, cosas de la protección de datos, ya sabéis”, añadía si alguno de los integrantes del club insistía.
E insistieron porque Adela se apagaba como una vela consumida por el fuego. Los estuches de maquillaje quedaron relegados en un estante del baño, no hubo más canapés del catering y las charlas sobre los libros, en otros tiempos entretenidas y alegres, se volvieron escuetas y serias.
Adela se planteó dejar de acudir al club, pero descartó la idea. Poli volvería, se repetía día tras día. Llevaba por esta esperanza cruzaba de vez en cuando el puente y pasaba al otro lado del río. Sabía que Poli vivía por allí, no tenía claro dónde, pero en aquellos barrios. Quizá hubiera salido a pasear para recuperarse antes, hoy que hace sol, pensaba, y allá que iba. Caminaba durante horas hasta que, desolada, se sentaba a llorar en algún banco. Le pesaba más aquella ausencia sin palabras que la viudez tras cuarenta años de matrimonio.
Un buen día, cuando ya habían transcurrido varios meses desde que Poli dejó de acudir a la biblioteca, el timbre sonó en casa de Adela. Extrañada, pues no esperaba a nadie y acababa de subir de la calle, la mujer abrió y se sorprendió al ver a Alberto, el chico extraño, cargado con una raída mochila negra, con sus sempiternas gafas algo descolocadas y expresión nerviosa.
La educación obligó a Adela a invitar al chico a un café, antes de preguntarle qué diantres hacía en su casa. Alberto aceptó el café casi sin decir palabra, y una vez que tuvo la taza frente a sí se dedicó a mover la cucharilla para disolver el azúcar como si quisiera que el mundo se acabara en ese instante. Adela estaba desconcertada, y algo asustada, aunque al mismo tiempo algo en las maneras refinadas del muchacho le resultaba familiar. Esperó a que hablara.
“Ya sé que se preguntará que hago aquí”, dijo el chico, tragando saliva.
Adela asintió y le acercó un plato con galletas. “Claro que me lo preguntó, y también cómo sabes dónde vivo. Y llámame de tú, por favor, te lo he dicho siempre”.
Alberto asintió y cogió una galleta. “Alguna vez lo has comentado en el club, que vivías en esta calle... Me he acercado a ver si te veía y he tenido suerte. Para saber el piso y la puerta le he preguntado a unos vecinos...”
“Está claro que en esta ciudad tener privacidad es imposible”, dijo Adela sonriendo, antes de añadir. “Bueno, ¿me vas a contar qué es lo que te ha traído aquí o voy a tener que adivinarlo?"
Alberto la miró durante unos instantes y volvió a asentir con la cabeza. Aclarándose la garganta, dijo: “es por Poli, yo sé dónde está y qué le ocurre”.
Adela permaneció callada, sorprendida. Respiró hondo y animó con un gesto a que el chico continuara.
“Soy seminarista –explicó Alberto-, llevo ya unos años y, bueno, acudo al club de lectura para distraerme aunque a veces me cuesta... El caso es que participo también en temas sociales que se administran desde Cáritas y uno de ellos... En uno de esos temas conocí a Poli... Él fue quien me habló del club... “
“Nunca hemos sospechado que os conocíais”, respondió Adela, cuya sorpresa era ya más que evidente. Alberto era seminarista. Jamás lo hubiera pensado, aunque ahora entendía qué le resultaba familiar en los gestos del chico. Eran los de un cura con los aparejos de la misa.
“Bueno... Yo no quería... No quería que supierais que... y Poli... Poli tampoco”.
“¿Poli tampoco?” A Adela no le había pasado desapercibida la mención. “¿Qué es lo que no quería que supiéramos?”
Alberto suspiró y arrancó a hablar, esta vez sin parones. “Poli es integrante de un proyecto de Cáritas sobre salud mental... Tiene un problema de esa índole, no te sé decir cuál exactamente... No es verdad que viva con su hermano, aunque sí que tienen relación. Poli vive en la residencia que construyó Cáritas en el antiguo convento cerca del río, pasado el puente, y allí hace talleres ocupacionales, está atendido por especialistas y....”
“Allí es donde pinta”. Adela terminó la frase. No necesitaba saber mucho más porque, de repente, todas las piezas encajaron. Más allá del río. La historia de un buscavidas que llega a la madurez y acaba recogido por su familia. Los cuadros y la exposición que nunca llegaba. La desaparición repentina.
“Sí, allí pinta y colabora también en el día a día del centro... Habitualmente está bien, ya le conoces, pero a veces... A veces está tan bien que se cree que no necesita la medicación y deja de tomarla... y entonces pasa tiempo hasta que se equilibra de nuevo. Si es firme con la medicación, puede hacer vida normal”.
Adela se levantó y se acercó a la ventana. Necesitaba aire fresco, despejar la cabeza. Llevándose las manos al pecho se dirigió de nuevo a Alberto: “gracias por decírmelo”. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
El chico hizo una mueca que la mujer interpretó como una sonrisa. “Él no quería que lo supieras, me lo decía cada vez que nos veíamos en el centro, pero... está triste, está... como tú... Lo hablé el otro día con Arturo y Manoli, y con Sofía, Mariló y Vanesa... Se lo conté todo y todos me dijeron que viniera a verte... En realidad tu dirección me la dio Mariló, se saltó la protección de datos por un día... Dicen que tienes que decidir tú, y que así quizás Poli vuelva al club y el club volverá a ser lo que era... Para todos es importante, para mí también...”
Adela lloraba ahora abiertamente porque sí, ahora reconocía la mano de todos sus compañeros acompañándola a través de aquel chico extraño. “Gracias”, acertó a murmurar. Alberto sonrió otra vez y se dispuso a marcharse. Se despidieron con un cálido abrazo y quedaron en verse al siguiente jueves.
Unos días después, el centro para personas con problemas de salud mental de Cáritas recibió a una nueva voluntaria. Una voluntaria que llevaba colorete rosa, brillo en los labios y un libro bajo el brazo.
“No digas nada”, dijo con una sonrisa en cuanto le vio. “Te traigo el libro que empezamos a leer para la próxima semana, es una novela policiaca de Lorenzo Silva, de las que te gustan, lo hemos elegido por eso. Y ahora, vamos a ver esos cuadros”.