“La libertad Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no puede igualarse los tesoros que encierra la tierra, ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”, escribía Cervantes en su Quijote.
Hoy por hoy, un tiempo en que la libertad se ha perdido, y la honra está más que en entredicho, vivimos encantados y rodeados de personas que se caracterizan por hacer el mal a los demás. Acoso laboral, violencia de género, terrorismo, nacionalismo, separatismo, extremismos de toda índole, etc., son sinónimo de malas actitudes excluyentes que se dan en nuestro entorno social. Tan adormecidos estamos que toleramos lo que ocurre a nuestro alrededor pensando que no podemos hacer nada para evitarlo. En el diccionario de la Real Academia Española de la lengua, la palabra banal es equiparada a “trivial, común o insustancial”. Trivial, a su vez, es equiparado a “vulgarizado, común y sabido de todos”.
Pero el mal nunca parece ni vulgar, ni impropio de personas cultas, ni común, ni sabido de todos. Si banalidad significa reducción de la empatía y del sentimiento de culpa, la mayoría de la sociedad, podemos decir que todos estamos siendo banales; pero si banalidad significa dejar de considerar al mal como mal o quitarle importancia, dudo que haya muchas personas cultas banales.
Acostumbrarse a vivir con el mal no necesariamente significa banalizarlo. Si así fuera, quienes vivimos en países desarrollados también lo haríamos al aceptar con cierta normalidad el estado de pobreza y calamidad en otras partes del mundo e incluso en nuestro propio entorno, pues no dejamos de comer porque haya pobres en por decirlo de alguna manera en la esquina. Lo hacemos, no porque creamos que eso no es algo malo, sino porque remediarlo es algo que en general consideramos fuera de nuestro alcance. Nos acostumbramos a vivir con el mal, pero no dejamos de sentirlo como tal. Pero la inevitabilidad no es la única interpretación alternativa a la banalidad, pues también hay quien sin ser un malvado acepta a veces un mal, por considerarlo remedio o terapia de otro mal supuestamente mayor, o, por encima de todo, como un instrumento para obtener gloria y beneficios personales. Todo el mundo tiene moral aunque algunos no saben encontrarla. La vieja idea de que el trabajo dignifica al hombre parece ya obsoleta en una sociedad donde el ocio, el consumo y la pereza son los fines últimos, y donde la información no tiene más valor que el económico.
Los malos sentimientos tienden a darse en conjunto. La envidia suele ser el camino de la codicia, y a la inversa, y muchas envidias dan lugar al odio. Cuando la codicia y la avaricia son denunciadas públicamente dan lugar a la vergüenza. La vanidad puede generar envidias, codicias y odios profundos y sostenidos, además de egolatría y soberbia.
Pocos son los que están libres de malos sentimientos. Lo peor es que en muchos individuos se perpetúan generando en el individuo como una carcoma que degrada su salud y en especial su mente. El odio destruye al que odia e incluso al odiado, pues hay muchas personas que sufren cuando se sienten odiadas. La humanización del contrario es la mejor manera de aliviarse de ese acoso. Dejar de compararnos y trabajar en pro de superarnos a nosotros mismos ayuda a construirnos en positivo. Aunque no se puede dejar de envidiar o de odiar en algunas ocasiones de la vida, sí se puede dejar de difamar o hacer daño al envidiado o al odiado.
La educación y la cultura ayudan muchísimo a combatir los malos sentimientos hacia los demás; ya que antes el mejor puntal era cumplir con los preceptos de nuestra Iglesia cristiana y católica que estaban al alcance de todos sin importar nivel social y económico. Ortega y Gasset afirmaba que “el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su personas esas exigencias superiores”. La humanidad no ha inventado porque sí a lo largo de los siglos el protocolo y el saber estar, ni la transmisión de la sabiduría, ni ha mantenido la religión, si no es por su propia supervivencia, son códigos de conducta probados en los que la razón y la emoción se complementan. De momento parece que acostumbrarse a vivir con el mal es lo que nos toca...