OPINIóN
Actualizado 21/08/2023 14:08:42
José Luis Puerto

“La vida está hecha de nadas”, como indica el escritor portugués Miguel Torga en un verso memorable. Y, entre esas nadas, entre esos pequeños hechos que dan sentido a nuestro existir, se encuentra el encuentro con amigos y gentes conocidas, las conversaciones con ellas, el fulgor que nos transmiten, el sentido que nos regalan.

Ese fulgor, ese sentido los experimentaba en los inicios de este mismo verano, cuando, al llegar a mi lugar de origen, me encontraba con Manuel Fraile Martín, unos años, pocos, mayor que yo, que, como albercano humilde –como casi todos–, hubo de emigrar a buscarse la vida, en Suiza, y que terminaría por establecerse en el país vasco, en la localidad de Atxondo, entre las localidades vizcaínas de Elorrio y Durango.

Y era un fulgor que se manifestaba en nuestras conversaciones, en esos encuentros al atardecer, cuando salíamos a dar un paseo por los alrededores de La Alberca, en busca del frescor de la vegetación y del que proporcionan los regatos, y nos lo encontrábamos, con Francisca su esposa.

Manolo –como era conocido entre todos– me decía siempre que, en los inicios de cada verano me lo encontraba: –Leo todas las semanas tus artículos. Me interesa lo que dices en ellos. Y terminábamos comentando los avatares de la actualidad y de la vida.

En la última conversación que con él mantuve, poco antes de las elecciones generales del 23 de julio, se mostraba preocupado por la deriva de una situación amenazante que parecía llevarnos a una sociedad cerrada y oscura, con las amenazas que tal posibilidad y tal deriva tuvieran contra la democracia. Tenía una visión abierta y tolerante de la vida y del mundo, como podía comprobar cada vez que hablábamos.

Manolo era hijo de Gerardo, uno de los pastores míticos de mi niñez. El hijo le ganó altura física al padre; la altura moral siempre la advertí en ambos. Cuando, en cuarto de facultad, en filología románica, don Antonio Llorente –un maestro querido y recordado– me encargó, en la asignatura de toponimia, un trabajo sobre la toponimia menor de La Alberca y Batuecas, mi abuelo Pablo llamó a Genaro para que me informara sobre topónimos de Batuecas, completando así los que él me había transmitido. Genaro, en casa de mi abuelo, me estuvo transmitiendo no pocos de tales topónimos, que incorporaría a mi trabajo para don Antonio Llorente.

Parecería que Manolo hubiera acudido este verano a La Alberca, desde su País Vasco de adopción, a despedirse del mundo en su pueblo natal. Como tenía por costumbre, un día de este mismo agosto, tras las fiestas patronales, salió a caminar y no volvió a casa. Se quedó en una cuneta, al borde del camino. Y, tras escasos días de hospitalización, se marchó de este mundo.

Como el maestro taxidermista de la gran obra de Rafael Sánchez Ferlosio, Industrias y andanzas de Alfanhuí, que, al saberse al borde de su acabamiento, se echó en la cuneta para terminar allí su vida y le dijo al niño que lo acompañaba las más hermosas palabras que hemos escuchado sobre la muerte:

“–Alfanhuí, me voy al reino de lo blanco, donde se juntan los colores de todas las cosas.”

“–No te mueras, maestro mío, nunca he visto morir.” –le contestaría el niño.

Manolo, a solo escasos días de cumplir setenta y cinco años, se nos ha ido al reino de lo blanco, a ese territorio de misterio, que es el destino de todos, sobre el que nada sabemos.

Manolo, un albercano humilde, un español humilde, que, con su vida, con su emigración y con su trabajo, ha levantado nuestro país, como otros tantos miles de españoles de tal condición, mucho más que los que tienen a todas horas el nombre de la patria en la boca.

Descanse en paz.

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