OPINIóN
Actualizado 05/08/2023 12:06:43
Tomás González Blázquez

"Papá, explícanos esto de las danzas de la muerte pero con palabras para que lo entendamos".

La otra tarde, mientras fuera se sucedían los acontecimientos previos a una tormenta de verano, de las que hace la tierra más olorosa que realmente húmeda, de las que propicia crepúsculos particularmente bellos, dentro del Castillo de Javier, en el oratorio junto a la capilla del Crucifijo, alguien preguntaba acerca de esas llamativas pinturas de los muros, que aúnan lo macabro y lo festivo. Son los eternos contrastes de las verdades de una vida que, por mucho que se aferre al engaño, habrá de atravesar ese río igualatorio y nunca seco de la muerte, cuyas aguas se abren sin palabras para que lo entendamos.

Mientras prometía a mi hijo mayor buscar el momento para una explicación aplazada y aclaraba a la mediana el sentido de que las calaveras esbozaran sonrisas o faltaran huesos en algunos esqueletos, recordaba un vídeo recibido esa misma mañana. Apenas tres minutos y cuarenta y seis segundos. Un fragmento de una entrevista a fray Pablo María de la Cruz Alonso Hidalgo, joven carmelita salmantino fallecido por sarcoma de Ewing veinte días después de profesar, a once de cumplir los veintidós años de edad. Sobre él habrá quien sepa y pueda escribir mucho; yo, que no lo conocí en vida, anhelo seguir encontrándolo en la Cruz y en mi cruz como en la noche de su fiesta, de cuerpo presente ante el Cuerpo Santísimo de Cristo en el altar del Carmen de Abajo.

Sin embargo, ante la pregunta de un niño de ocho años sobre esa peculiar expresión de la muerte, de otra época pero de todo tiempo, supe que, con todo el miedo y la debilidad propias de la carne mortal y del alma humana, fray Pablo había vivido su personal transfiguración, que le permitía dar el testimonio público y alegre al abrazar la Cruz de Dios en su cruz de hombre. Hoy, en vísperas de celebrar la fiesta litúrgica de la Transfiguración (6 de agosto, "el Salvador"), a cuarenta días de otra gran fiesta, la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre, "el Cristo"), volvemos a necesitar momentos, instantes de Tabor, "transfiguraciones" que nos ayuden a dar gracias por el Calvario, misterio que nos tritura y nos hace sufrir pero es puente hacia la gloria que esperamos en el Cielo para toda la eternidad. Solamente desde la aceptación y adoración de la Santa Cruz del Calvario podremos disfrutar de las transfiguraciones.

Las propias preguntas formuladas por un niño, con inocencia y naturalidad, son transfiguración de las preguntas fundamentales que no nos dejaremos de hacer hasta el último aliento de nuestra existencia terrenal, por muchas vueltas que hayamos dado. Las tormentas de verano son transfiguración de aquello que nos cautiva pero nos atemoriza, igual que los atardeceres hermosos transfiguran el postrero y definitivo, como queriéndonos decir que no tengamos miedo a la noche oscura, porque al cabo de ella está lo que esperamos. Las hojas que trepan para regalar su verdor al pretil de un puente transfiguran la vida que descansa en el agua que pasa y que ama al pasar. El camino por delante, sombreado en parte, expuesto en otra al rigor del sol, es transfiguración de lo que no sabemos ahora, de lo que desconocemos en nuestras encrucijadas, de lo que nos parece ver con nuestros ojos todavía insuficientes.

A modo de cuaresma menor, apoyada en unas semanas de mayor relajo quizá o acaso de mayor trabajo, entre las fiestas del Tabor y del Calvario se nos irán regalando cotidianas transfiguraciones, imprescindibles para soportar las cruces que no faltarán. Qué bien se está aquí, en la luz, en la montaña blanca, pero... qué difícil es permanecer allí donde apenas nadie estaba, al pie de la Cruz, en el Gólgota, cuando se oscureció todo. Cuarenta días para seguir aprendiendo a estar y permanecer, un tiempo favorable en el que transfigurarse para ser, esto es, para vivir y morir con palabras que entendamos.

En la imagen, la cruz floral preparada por el propio fray Pablo para su paso.

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