Una de las experiencias más hermosas que nos ha tocado vivir a lo largo de nuestra vida de adultos, debido a las indagaciones en las culturas tradicionales campesinas, en las que llevamos media vida metidos, es la del contacto con las gentes de nuestros pueblos, con las llamadas personas mayores.
Hay un conocimiento en ellos, una experiencia de la vida, que se van a perder, si no sabemos recogerlos, para entender no solo nuestro pasado, sino esa raíz humana de la que brota lo que hemos llegado a ser.
El verano, en que nuestros pueblos recuperan población, siquiera sea por la dinámica vacacional de vuelta a ellos, es un buen momento para acercarse a ellos, y, una vez que ha pasado el primer momento de la tarde, de mayor calor, las gentes salen y se juntan de modo grupal en los poyos ante sus casas y realizan ese tipo de tertulia que es la del serano.
Quedan aún, en nuestros pueblos, esas gentes que, pese a haber llevado una vida austera y hasta precaria, con deficiencias sanitarias, en alimentación, en instrucción y en otros tipos de adelantos, habituales ya en las ciudades…, siguen viviendo con esa fidelidad al lugar de origen que, acaso, sea el motivo –aparte, claro está, de la genética– por el que han alcanzado a vivir más de noventa años.
Con cuántos nonagenarios y nonagenarias nos venimos encontrando, desde hace años ya, en unos pueblos y en otros, como algo habitual y frecuente. No todos llegan a tal edad, pero tampoco escasean quienes la alcanzan.
Y es delicioso charlar con nuestros campesinos, es una experiencia muy especial, pues, en tales conversaciones, nos sumergimos en lo humano arcaico, ancestral, primigenio…, algo ya perdido, por desgracia, en el mundo urbano.
Estos días, en pueblecitos del sur salmantino, hemos ido charlando con ellos. Sus nombres son, en ocasiones especiales, se salen de lo consabido: Alipio, Arístides… y otros de tal calaña.
Arístides, por ejemplo, es muy expresivo y, tras relatarnos su genealogía familiar y los méritos, académicos y profesionales, logrados por sus descendientes, comienza a decirnos, para mostrarnos su extrañeza sobre los modos de vida urbanos: “–Es que ya no saben ni comer. ¿Dónde se ha visto que al jamón le quiten lo blanco?”.
En el serano de un pueblecito de al lado, las gentes se interesan y nos preguntan por la leyenda y por la historia, por Don Rodrigo, por la reina mora Quilama, por ese pasado remoto y muy antiguo en el que aparecen los moros (como ocurre con un monte llamado La Morisca, en el que hay inscripciones indescifrables), por el santuario de la Peña de Francia…
Y las conversaciones van transcurriendo de modo grato y entrañable. Hay un poso de humanidad que aún arde en ellos, que sigue vivo en su modo de estar en el mundo. Esa apacibilidad de que hablara Don Quijote, en su discurso sobre la edad de oro, la percibimos en estos ritmos vitales campesinos, presentes aún en nuestros pueblos, marcados por la lentitud, por la vinculación de unos con otros y por esa utilización de la palabra, como modo de poner en común sus experiencias vitales, tan presentes en los seranos.
Y, en la medida en que podemos, nos sumergimos en nuestro mundo rural, para bucear en ese pasado atesorado por esos nonagenarios y nonagenarias, que sí sabían comer, pese a tantas carencias, pero que, sobre todo, sí sabían vivir.