Mi recuerdo más conmovedor y duro de Encarna lo viví en Nicaragua. Fue en una visita a una abuela, en una chabola, perdida en medio del campo. Estaba cuidando a un niño paralítico cerebral, encogido y retorcido sobre una tela atada a dos postes. Era un esqueleto deformado, recubierto de piel, casi sin musculatura, todo ojos aterrados. No hablaba, solo emitía sonidos guturales. Su madre le había abandonado y se había ido a la ciudad.
Una abuela heroica en medio de la pobreza, la suciedad y el abandono.
¿Qué podemos hacer? Nos preguntaba una y otra vez Encarna. Esta ha sido siempre su pregunta ante cada persona que sufría.
Encarna fue una persona siempre dispuesta a asumir causas justas. Una política de raza, con la ambición de hacer las cosas bien. Una excepción, entre otras y otros políticos. No sectaria y con capacidad crítica de su propio partido.
La conocí desde muy joven, en un viaje desde Valladolid, en el que vinimos cantando sin parar hasta Salamanca. Era alegre, empática y vitalista.
Colaboré con ella en el SOU, servicio de orientación universitaria, en varios de sus proyectos y hemos mantenido una amistad personal y familiar toda la vida.
En uno de estos proyectos, junto a Nuria, fuimos a Nicaragua. Yo di un curso sobre abusos en Managua. Después les acompañé compartiendo un encargo del Rector de la Universidad de Salamanca.
Teníamos que supervisar un proyecto de nuestra universidad en una zona que había sufrido una catástrofe, cercana a Ciudad Darío (donde nació este poeta). En La Remonta, un casi pueblo, donde la universidad, con donaciones de los propios universitarios, construía una escuela y un pozo para el agua potable.
Encarna había tenido una idea genial, para paliar la pobreza: comprar unas cuantas ovejas que pastoreaban por turno las mujeres. Estaban encantadas, agradecidas y muy bien organizadas.
Siempre recordaré mis conversaciones con el más viejo del pueblo, que donó el terreno para la escuela, aunque era pobre como todos. Tenía 60 años, dormía en una choza con suelo de tierra. Me decía, “soy muy viejo, ya me voy a morir, todas las noches oigo que me están llamando los espíritus de los muertos”. Todo un sabio en la miseria, al que unos médicos voluntarios de la Universidad de León (León nicaragüense), que nos acompañaron, le sacaron una cucaracha de un oído. Le dejó de doler la cabeza y volvió a oír bien.
Allí conocí también la solidaridad entre los pobres. Su pueblo más cercano estaban a una legua y, cuando una madre tenía que ir a comprar, otra madre le daba la teta a su hijo.
Dormíamos en Ciudad Darío, origen del poeta, en una casa familiar. Encarna y Nuria dormían en una cama muy alta, como la de nuestros abuelos, Yo, como caballero castellano, dormía en un rincón exterior sobre algo que fue jergón y con la cabecera dando a una verja rota, con miedo de que me atacara una alimaña.
Fue un viaje tan feliz como duro. Gracias, yo no sé donde estas, querida Encarna, pero muchos te tenemos en el corazón. Entre ellos, Mercedes y yo.