En mi casa hay un baldosín roto que, de vez en cuando y solo si es pisado adecuadamente, emite un lastimoso quejido. En la casa de una amiga, dos electrodomésticos fallecieron con unos días de diferencia—el segundo, probablemente, de pena—. Mismo destino corren los auriculares cuando, al dejar de funcionar uno, cuento los días para buscarles remplazo.
Todas estas roturas hablan más de nosotros que de sí mismas. El auricular en duelo seguiría sonando con una segunda oportunidad, las piezas de los electrodomésticos encontrarían vida en otra unión y el baldosín continuaría cumpliendo su función: un lugar para el encuentro de las pisadas domésticas. Y sin embargo, nosotros solo vemos objetos rotos. Pensamos en ellos como molestias que deben ser reparadas, sustituidas o expulsadas. Aunque nunca llegamos a comprender su verdadero deber: exponer nuestra vida en consonancia con la suya. Imponemos nuestros trazados vitales a la materia inanimada. Nace, crece y muere. Solo es un intento para entendernos a través de ellos. Al romperse un objeto, sabemos que a partir de entonces debemos cargar con esa rotura. Y por ello preferimos solucionarla o ignorarla, pero nunca convivir con ella. Ahora ese objeto se vuelve molesto, no por su factible inutilidad, sino por pura falta de entendimiento. Porque nunca nos hemos esforzado en compartir con ellos un momento de escucha. Tampoco hemos pensado en la causa de tantas fracturas. A veces son los malos usos, nacidos de la constancia y la negligencia. Sin embargo, la mayor parte de las veces, tales destinos obedecen a una fuerza superior que trabaja con alevosía, que redunda en una vida líquida y deseosa de consumo. Una fuerza, llámala obsolescencia programada o suicidio premeditado, que se afana en desligarnos de nuestra naturaleza provechosa. Porque ahora ya no vivimos para hablar con las roturas, sino que trabajamos contra nosotros mismos.
Trabajamos para un sistema que nos demuestra nuestra fragilidad a través de los objetos. Su sufrimiento es el nuestro. Su obligación para funcionar o ser remplazado es la nuestra. Nos encadena sin opción a la oposición y obtenemos como resultado una lujosa colección de fragmentos a los que ponemos nombres y apellidos con afán de reconocernos como parte activa del sistema. A pesar de nuestro reluciente aspecto de producto en exposición, nuestra verdadera imagen siempre se asemejará más al baldosín maltrecho, a los electrodomésticos caducos y al suplicante auricular. Nos hace falta rechazar la impuesta sustitución, malintencionada a propósito, y escuchar a las cosas rotas.