"Son los detalles de esta iglesia humilde, sede de la cofradía penitencial que nos ofrece cada Semana Santa el espectáculo más hermoso del tiempo de pasión sobre el río que nos lleva, los que merecen que el paseante se detenga"
Sobrevivió esta iglesita pequeña de hechuras románicas del siglo XII y reformas gótico renacentistas a la riada de San Policarpo, en la que el Tormes en 1626 se llevó por delante la ermita de Rocamador donde se refugiaban los peregrinos de Santiago, el hospital de Leprosos, las casas que rodeaban los centenarios caminos y hasta las casas de mancebía. Todo arrasado por el agua menos este delicado templo de piedra aferrado al Arrabal y encomendado a la Trinidad y a la Virgen de la Encarnación.
Nos la abre Manuel con la generosidad y unción que caracteriza a los cofrades de la Hermandad del Amor y de la Paz, porque en este delicado templo al otro lado del río se guardan el Cristo de sus devociones y la virgen que tallara Hipólito Pérez Calvo, el imaginero zamorano que tanto amamos. El Cristo, talla de autor desconocido que sale en la impresionante procesión del Arrabal atravesando el Puente Romano rodeado de penitentes vestidos de blanco con sus faroles antiguos, bien merece la visita del paseante, porque su belleza es conmovedora, el rostro inclinado sobre el hombro, las hechuras de hombre abierto a la cruz de los pecados que se alza sobre una pared curiosamente dejada al desnudo de la reforma donde reina sin otra distracción con la majestad de su belleza.
Porque esta iglesia constante, recogida en su sencillez románica, el rosetón en la puerta que nos devuelve a la iconografía profana de círculo infinito y flor trazada con la geometría de Cristo, flor del mundo, fue dejada de lado por sus fallos estructurales y asistió al levantamiento de la iglesia nueva del Arrabal, construida por Genaro de No y pintada por su hijo en los años cincuenta. Sin embargo, la justicia poética existe, y es ahora el templo grande el que languidece el sueño de la desacralización y goza la vieja iglesita la reforma que le ha devuelto el culto y la importancia. De ahí que Amador fotografíe su delicada planta dividida en tres naves distribuidas por dos arcos de medio punto que sustentan un espacio marcado por el Cristo y por el regalo plateresco de un altar escondido en el que se recoge el sagrario. Secreto delicado que comparte importancia con la bellísima talla del Cristo, las dos imágenes de la Virgen que le acompañan, los restos de piedra de la talla exterior, la basta pila de agua bendita y la pintura recobrada, inocente y viva.
Son los detalles de esta iglesia humilde, sede de la cofradía penitencial que nos ofrece cada Semana Santa el espectáculo más hermoso del tiempo de pasión sobre el río que nos lleva, los que merecen que el paseante se detenga y entre en la sosegada quietud de su pequeñez delicada. Silencio de oración, de planta románica y de detalles secretos que el ojo descubre y el objetivo de Amador retrata ¿Cuántas iglesias de nuestra ciudad permanecen secretas al paso del paseante, a la curiosidad de la visita? Descubrirlas es la tarea pendiente de quienes guardan el magnífico acervo cultural de la ciudad letrada, la ciudad marcada por las iglesias que perviven recordándonos un tiempo que vivía al son de las campanadas, la devoción bendita de las gentes a un lado y otro del río (torito de la puente/déjame pasar/que tengo mis amores/en el arrabal)
La iglesia vieja, delicada, secreta y oculta como su exquisito resto plateresco, estuche del sagrario, se eleva con su gracia austera, sencilla de trazo, la pared dejada a la humildad de la reforma reciente. Y sobre este muro que recuerda la pobreza secular del arrabal del puente, la gloriosa imagen de uno de los Cristos más bellos, más conmovedores, más exquisitos de nuestra imaginería y nuestra devoción más sentida, amor y paz en el interior que recorre Amador, objetivo rendido. Merece la visita, la apertura al rumor del agua del Tormes, del paso de los coches, la geometría curva de las rotondas, nudo que nos lleva, caminos iniciados junto a la piedra secular de su empecinada y modesta traza, ahí en el Arrabal.
Charo Alonso, José Amador Martín.