No por más mediático, turístico o espectacular, es menos infame, bestial y retrógrado un encierro pamplonica de San Fermín que el acoso a un toro embolado o la persecución masiva y apuñalamiento hasta la muerte de un animal en una vega de Tordesillas. Quienes todavía defienden la brutalidad y el salvajismo que significan todos los festejos relacionados con la tortura a los toros como valores de una tradición más parecida a la grosería moral que a homenaje alguno de la memoria, utilizan un argumento para ellos irrefutable en contra de críticas o cuestionamientos del atroz salvajismo contra animales indefensos: la acusación a sus oponentes de ignorancia de un mundo de exclusivo acceso, en el que los llamados taurinos poseen un entendimiento especial, fruto al parecer de unas claves intelectivas o resultado de misteriosos accesos al conocimiento artístico que a los demás humanos, ineptos e indocumentados según ellos, nos están vedadas.
Escuchar a los comentaristas de una transmisión televisiva de un encierro de toros en Pamplona estos días, es asistir a la celebración indiscriminada de todo un abanico de tópicos ritualizados, abstrusos homenajes y comentarios laudatorios con un lenguaje sonrojante referido a quienes voluntariamente y por capricho personal se someten a un peligro tolerado a mayor gloria y beneficio de las plusvalías hosteleras. Las noticias de otros encierros, encierrillos, persecuciones y acosos a toros en multitud de lugares de España, convierten muchas festividades locales en crisoles de la bestialidad, y no hace sino seguir calificándonos como un país en el que se disfraza de tradición la violencia, la tortura de seres vivos incluso en presencia y con ánimo de enseñanza a niñas y niños, para que aprendan, antes que el respeto y las buenas formas, y asocien a su identidad el maltrato y una vergonzosa cultura del garrulismo.
Las tradiciones sirven para conectarnos con nuestro pasado, una forma de proyectar nuestra cultura hacia el futuro y de reafirmarnos a nosotros mismos. Pero la evolución sirve para algo y, entre otras cosas, sirve para poder mirar el pasado de forma crítica, mantener aquello que sea válido y eliminar aspectos como el maltrato animal. Antropólogos, estudiosos y autoridades incontestables sobre la tradición, las costumbres y los rituales más atávicos (y en esta tierra hay alguno de especial brillo), no incluyen la crueldad de la tauromaquia entre sus valiosos estudios. La sevicia, el maltrato y el dolor no se pueden considerar cultura. La cultura son las costumbres y modos de vida que contribuyen a que nos desarrollemos de algún modo u otro, y el maltrato animal no cumple ninguno de los puntos que deben cumplir las normas de la convivencia, el respeto por la naturaleza de la sociedad en que vivimos y el legítimo orgullo de considerarnos moralmente presentables.
Todo esto incluye las corridas de toros, la más repugnante, tópica y caduca de nuestras costumbres, una de las crueldades más repulsivas que puedan contemplarse y un horrible espectáculo que debería ser prohibido por cualquier norma social que apelara a la vergüenza y tuviese en cuenta el contenido normativo en una sociedad que, aceptando esas prácticas, nunca alcanzará la estatura ética que la dignifique.