Y las cañadas siguen ahí, abiertas a quien quiera recorrerlas, con la misma comida y bebida en el zurrón que aquellos trashumantes, los ojos abiertos a sus enseñanzas y el ánimo dispuesto a buscar y aprender los auténticos sabores, esos que reconfortan a un tiempo el cuerpo y el espíritu y que hacen de la naturaleza el único remedio para todos sus males.