OPINIóN
Actualizado 03/07/2023 07:57:25
Eusebio Gómez

Fray Angélico decía que quien quiera pintar a Cristo sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo.

¿Qué no daríamos por conocer su verdadero rostro? Si su ministerio —escribe M. Leclercq— hubiera tenido lugar en tierra griega o latina, probablemente nos hubieran quedado de él algunos monumentos iconográficos contemporáneos o de una fecha próxima; pero en el mundo judío cualquier intento de este tipo hubiera sido tachado de idolatría.

Isaías lo describirá como varón de dolores. Su aspecto no era de hombre, ni su rostro el de los hijos de los hombres. No tenía figura ni hermosura para atraer nuestras miradas, ni apariencia para excitar nuestro afecto. Era despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores, como objeto ante el cual las gentes se cubren el rostro.

Los Padres de la Iglesia ponderarán la belleza física de Jesús. San Juan Crisóstomo contará que el aspecto de Cristo estaba lleno de una gracia admirable. San Agustín afirma que es el más hermoso de los hijos de los hombres. Y san Jerónimo dirá que el brillo que se desprendía de él, la majestad divina oculta en él y que brillaba hasta en su rostro, atraía a él, desde el principio, a los que lo veían.

Jesús tenía un corazón de hombre, un corazón sensible a las ingratitudes, insultos, silencios, traiciones y negaciones. Así se queja de la soledad y tristeza que siente. Simón, ¿duermes? ¿Ni una hora has podido velar? Ante la triple negación de Pedro, Jesús le devuelve una mirada llena de reproche, ternura, compasión y aliento. El Señor miró a Pedro, al joven rico, a la pecadora. Y Jesús acepta con amor el beso de Judas y la bofetada del siervo de Anás. De todas las actitudes del Maestro, la más elocuente, sin duda, es la del silencio. Jesús calla ante el abandono de los amigos, cuando lo atan, cuando lo calumnian, cuando lo pegan, cuando la gente prefiere la libertad de Barrabás.

Los evangelios nos hablan de un Jesús compasivo y misericordioso, y así lo hace con el leproso, con la viuda de Naín, con los dos ciegos, con la muchedumbre que anda como ovejas sin pastor. Jesús se acerca a la gente y se muestra misericordioso con los gestos, con el tacto, con la mirada; él toma siempre la iniciativa, se adelanta a sanar, a comer y alojarse con alguien o quedarse en tal pueblo. Sus palabras amables, consuelan, dan confianza, dan paz. Se sienta y acoge a los más débiles, a los más necesitados: leprosos, impuros, sordomudos, ciegos, endemoniados, pecadores, mujeres marginadas, niños relegados, enfermos, samaritanos y paganos.

Jesús manda ser misericordiosos, como el Padre es misericordioso.

A algunas personas les hubiera gustado haber vivido en tiempo de Jesús para mirarlo, tocarlo, escuchar sus palabras. Hoy, sin embargo, tenemos un privilegio mayor, pues sabemos que, por la fe, al mirar a cada persona, miramos a Cristo y creemos que todo lo que hacemos a uno de los más pequeños, a él se lo hacemos, pues no podemos olvidar que cada una de las caras humanas es el rostro de Jesús, cada ser humano, bien esté sufriendo o gozando, riendo o llorando, es el rostro de Cristo.

El cristiano, cuya vida debe amoldarse a la de Jesús, ha de preguntarse con frecuencia por la identidad de Jesús, para no fabricarse un Jesús falso; y remitirse a la fe de la Iglesia para validar su respuesta. No se trata solo de la opción personal, sino que hay que ver a Jesús como «enviado a todas las naciones», según las antiguas profecías.

¿Quién era, quién fue, quién es este hombre cuyo nombre cruza los caminos del tiempo y del espacio? Jesús exige respuestas absolutas. Jesús, se presenta como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6) y decía, sin rodeos, «el que cree en mí salvará su vida y el que me ignora la perderá» (Jn 11,25). Creer en Jesús no es una curiosidad más. Es algo que condiciona la vida radicalmente, que supone vivir de una manera y dejar toda otra forma de vida.

A Ibn Arabí, filósofo, teósofo y místico musulmán se le atribuye haber dicho que «Aquel cuya enfermedad se llama Jesucristo ya no se puede curar». Amar a Jesús, amarle en serio, es como una droga bendita que no se puede dejar ya nunca, y que invita diariamente a tratar de acercarse a Él y vivir como Él.

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