OPINIóN
Actualizado 04/07/2023 10:36:45
Isaura Díaz Figueiredo

Llevamos muchos años de lucha. Una lucha que desde siempre supimos que vamos a perder. De Gramsci aprendimos, entre otras cosas, a ser pesimistas de la razón para ser optimistas de la voluntad. Y fuerza de voluntad es lo que nos sobra.

Nos sobra para soportar la derrota. En la derrota vamos a perder a aquellos menos fuertes. Estoy harta de perder. Estamos hartos de perder. Estoy harta de ver morir jovenes. Estoy harta de ver que mis niños roben. Que mis adolescentes se droguen. Que se pongan pedo de pastillas. Que maten.

Harta. Estoy harta de saber que mis “mis niños”, nuestros niños, porque son de todos, van a seguir robando, enfermando, malviviendo y muriendo sin completar una vida digna. Pelear para perder no le hace bien a la cabeza. No le hace bien al alma. Pero hay que pelear. A cada uno le toca lo que le toca y a nosotros nos toca pelear.

Peleamos mucho y ganamos poco. Pero algo ganamos. Ganamos respeto. Ganamos amor. Ganamos ser menos vulnerables. Ganamos creernos humanos. En Platónov, Antón Chéjov da vida a un maestro de escuela que lucha denodadamente por superar la angustia y la desesperación de toda una sociedad, lucha que también debe mantener consigo mismo para no verse arrastrado al peor de los finales.

En dicha obra surge un diálogo muy breve, bellísimo y crudo a la vez, un diálogo desesperado y desesperante, un diálogo con una pregunta sencilla y con una respuesta universal “¿Qué hacer, Nikolái? Enterrar a los muertos y reparar a los vivos.

Con dignidad, y con mucho dolor enterramos a los que se fueron y con fuerza de voluntad reparamos, curamos las heridas a los que se quedan. Todavía tengo mucho que aprender de los chicos. En algún lado leí que somos el resultado de nuestras guerras y nuestros muertos. Nuestra sociedad está librando una guerra. Una guerra que está arrojando a millones de familias al abismo.

Esos son nuestros muertos. Es hora de empezar a pensar como sociedad y a partir de ahí saber quiénes somos y quiénes no somos. A quienes incluimos y a quienes excluimos. Ponernos en la piel de los marginados nos puede ayudar a mejorar. Ponernos en su piel no significa ser un turista- colonizador que pretende imponer su modo de vivir, nuestra concepción de justicia, nuestras convicciones, nuestros axiomas acerca de lo que es bueno y lo que es malo.

Ponernos en la piel del otro es arremangarnos, es llenarnos los pies de barro y es abrazarlo. Y luego de abrazarlo tenemos que empezar a escuchar lo que dice, lo que piensa, lo que vive y ¿por qué? Ponerse en la piel del otro es sencillo: simplemente hay que tratarlo como un ser humano, un ser que necesita ser oído. Escúchenlos. Antes de juzgarlos, antes de sentenciarlos, escuchen lo que tienen para decir.

Ellos les esperan, me esperan, te esperan. No los defraudes.

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