“La teoría de la verdad es una serie de perogrulladas”. JOHN L. AUSTIN, Verdad.
Un antiguo dicho, convertido hoy en principio irrebatible, afirma que la primera víctima de cualquier guerra es la verdad, máxima que se cumple a rajatabla en la información que genera la más mediática de las guerras que actualmente tienen lugar en el mundo, la ruso-ucraniana, cuyo seguimiento diario en las noticias y agencias de prensa se ha convertido en espacio fijo de cualquier programa o canal de información. Tanto los emisores de las noticias como sus receptores, saben y conocen perfectamente que el nivel de falsedad y arbitrariedad en crónicas, acaecimientos y sucesos está sometido a una completa y total manipulación censora, invenciones y desordenamientos varios, tanto en su contenido como en su nivel de importancia, oportunidad, lenguaje o trato -preferencial o secundario e incluso de desaparición- de detalles, circunstancias y/o autores.
Esa convención, que sitúa tácitamente a todos los receptores de las “noticias” bélicas (todos nosotros) en uno de los bandos en liza, como adheridos y defensores de la causa ucraniana, contiene además de un continuado parte de guerra diario emitido por la autoridad militar, la creación de una peligrosa aceptación pública de la mentira como elemento, arma y herramienta de una lucha en la que, como consecuencia, diríase estamos obligados a tomar partido o, en contrario, ser silenciados, ninguneados o ignorados en la expresión de cualquier discrepancia. Que algo similar, es de suponer, suceda con la “información” en el territorio del adversario, Rusia, no atenúa, ni mucho menos, la creciente sensación de ser objetos, todos nosotros, de manipulación y treta que, produciéndose en medios de información civiles, en instituciones, foros y debates, “militariza” la realidad convirtiendo el supuesto antiguo trato de confianza entre periodista y ciudadano en una dañina, por aceptada, quimera.
Engañarse sería pensar que esa aceptación acrítica de la mentira, esa desconfianza normalizada en la información, ese tácito acuerdo entre la utilidad de la falacia y la creencia en su beneficio, no es solo propio de situaciones de enfrentamiento bélico, sino que, como cualquier perversión pública a la que no se opone protesta y contra la que no se plantea reprobación alguna, suele contagiarse a otros ámbitos poco o nada relacionados con los enfrentamientos militares (de haberlos), sembrando una devoradora fórmula de consentimiento en la incredulidad, ni siquiera duda, en la información política, financiera, cultural o de cualquier otro tipo.
Aceptar indiferentes que en las campañas electorales, los discursos políticos, la publicidad, las promesas ofertadas en el consumo o los proyectos sociales, existe un enorme nivel de falsedad y mentira, nos hace indignos. Seguir tolerando la manipulación de nuestra propia historia, el manoseo de la enseñanza y la formación educativa o la bondad de los disfraces de la usura y la codicia, nos convierte en estúpidos. El entreguismo, la resignación y la indiferencia son caldos de cultivo para la falsedad, la mentira y el engaño. Por eso ya ni se persigue el disimulo o la más mínima justificación a cualquier dislate o insulto a la ciudadanía. Sin siquiera guerras que lo “justifiquen”. Ocioso sería, pues, recurrir a las teorías de la verdad que la filosofía o el estudio humanístico han dado al conocimiento, que se torna hoy ocioso para argumentar la necesidad de la verdad en el arduo sendero de construcción de la identidad de los pueblos. Son las reflexiones sobre los contenidos morales del discurso político e institucional, precisamente los que crean, definen y narran el corazón de las sociedades. Los diferentes modos de lealtad que continuamente se solicitan de la ciudadanía, en asuntos, como se ve, no solo relacionados con la guerra, ha desaparecido tan completamente de las formas de comunicación, de los discursos, de las tribunas y del lenguaje, que las ampulosas declaraciones de independencia, neutralidad o búsqueda de la verdad, o siquiera su misma simulación, han quedado convertidas, por y para todos nosotros, en una inmensa decepción.