OPINIóN
Actualizado 13/06/2023 15:42:06
Juan Antonio Mateos Pérez

El hombre no se define ni por el logos, no por el ser dentro de sí, sino por aquello que ama, lo quiera o no.

J. L. MARION

La obligación hacia el otro nace en mí, aunque no nazca en mí; nace para él, aunque no nazca por él

J.L. MARION

Siguiendo a Jean-Luc Marion en su homenaje a Levinas, afirma que del amor solo podemos dar una interpretación puramente subjetiva, incluso sentimental. El amor supone en primer lugar experimentar vivencias de conciencia, lo que experimento del otro procede de mi sola conciencia. Como dice el autor no se trata de moral, sino de pura fenomenología. Sin mi conciencia el amor estaría arrojado al vacío.

El amor al otro es un amor real, porque no se ama a todos en general, se ama a una alteridad identificable, individualizada (ella), por tanto, extraña a mí. Ese amor concreto suscita en mi conciencia las vivencias más poderosas y ricas, porque ella colma mi deseo y mi capacidad de experimentar, que otras figuras se me presentan como indiferentes. A ese amor debo llamarle mi amor. Si yo amo en mí al otro será necesario que yo me ame en el otro. Si en ese amor yo me amo a mí, no amo entonces concretamente, sino a aquellos que me ama.

La pregunta de Jesús se hace ahora pertinente ¿si no amamos más que a los que nos aman, qué valor tenemos? La intencionalidad no se identifica con las vivencias de conciencia, sino con el objeto intencional. La intencionalidad no tiene por finalidad la inmanencia de las vivencias, sino el objeto trascendente. La intencionalidad convierte a la conciencia en intencional de otra cosa que sus propias vivencias. En ella la conciencia mira éticamente más de lo que vive, con lo que apunta a un objeto distinto a ella, conduciendo a su auténtica alteridad. Desde aquí, el amor consiste justamente en una dimensión que abre la intencionalidad, transcendiendo mi conciencia y traspasándola.

No se debe mirar al otro como un sujeto, el otro debe ser invisible para ofrecerse a un amor eventual, ya que, si yo lo viese, quedaría descalificado como otro. El objeto es para ser visto, no así el otro. Nada puede verse que no deba primero verse intencionalmente y nada puede verse intencionalmente que como mero objeto. Lo que hace al otro diferente de un objeto, es que el otro mira también éticamente objetivos, también precede a un mundo. La mirada ética que suscita lo invisible no puede verse ella misma. El otro tanto que otro, irreductible a mi mirada ética, pero origen de otra mirada ética, jamás se ve por definición. Al mirar el rostro del otro, hurta la visibilidad de todo objetivo posible, yo no accedo a otro viendo más, mejor, o de otro modo, sino renunciando a dominar lo visible.

El otro sigue siendo invisible a mi conciencia, no a pesar de la intencionalidad, sino precisamente a causa de ella. La alteridad del otro transgrede la intencionalidad de mi conciencia desde el momento que la conciencia vuelve a mí como mía, tanto más cuanto más se despliega a partir de mí. Del otro, que se sustrae como objeto visible, yo no puedo más que experimentar pasivamente la invisibilidad.

La determinación fenomenológica del amor son dos miradas invisibles que se cruzan y trazan así en común una cruz invisible a toda otra mirada que no sea la de ellas mismas. En ese cruce de miradas invisibles renuncian a su invisibilidad. Es dejarse ver sin ver. Así para J. L. Marion, amar consiste en ver la mirada ética definitivamente invisible de mi mirada a pasar de ello expuesta a la mirada ética de otra mirada invisible; las dos miradas para siempre invisibles se exponen una a la otra en el cruce de sus miradas éticas recíprocas. Amar no consiste ya trivialmente en ver, ni ser visto, ni en desear, ni en suscitar el deseo, sino en experimentar el cruce de las miradas en la confluencia previa de las miradas éticas.

El amor es el acto de una mirada que se entrega a otra mirada en una común insustituibilidad. Ninguno que no sea yo podrá asumir lo otro que requiere el otro, ninguna otra mirada debe responder al éxtasis de tal otro expuesto en su mirada, a no ser la mía. Termina J.L. Marion, para hacerse otro, mirada tal a la mirada del otro que se me cruza, es precisa la fe.

Quien se enamora sabe que el amor no aparece como algo más en el mundo, lo que cambia no son los objetos del mundo sino el mundo, el mundo fenoménico que se da como una suma de significaciones. En el amor, el mundo cambia porque todo lo que hace un mundo se modifica: las prioridades de quien se enamora, sus percepciones, su relación con las cosas y con los otros. En el amor aparece un nuevo mundo, resignificando todos sus objetos. El mundo del amor es único ya que cuestiona toda lógica de construcción o de descripción del mundo. El amor no cuestiona el logos, pero se libera de todas las determinaciones metafísicas de éste. Abandona el ser y las razones para afirmar que ama.

El amor va más allá del entendimiento porque posee la capacidad de desear aquello que no nos está dado conocer; el entendimiento, por su parte, carece de esta capacidad. El amor en J.L. Marion, no se desliga de un trasfondo teológico; se vincula al modo como Dios se dona. No podemos reducir a Dios a un ente, a un principio que se entrega al pensamiento racional. Dios no se muestra a nuestra comprensión limitada finita, sino que solo se da por el amor. Dios solo se muestra en su profundidad como don y como amor.

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