Es un lugar común, o casi, decir que los partidos, que los políticos, no viven la realidad; que la democracia “no emociona”; y claro, eso lo suelen decir “intereses” que, acto seguido, nos aclaran qué sí y qué no “preocupa” a la gente. Y que lo importante es el relato… O dominar la narrativa.
Por si alguien, a estas alturas del partido, no lo sabía, además de dar talleres de escritura en los que hablo de relatos, de narrativas y demás, este año cumplo 20 años de ser mexicano y español –charro de dos orillas–; eso sí, creo que ninguna de ambas características la represento de la manera en que lo hace la mayoría… Por lo mismo, cuando pienso en ambas realidades, cuando leo sobre ellas, las analizo e intento llegar a mis propias conclusiones, “piso más de un callo”; bueno, no tanto, pero suelo sentirme, no pocas veces, “aislado de dos orillas”.
Desde luego, el mentado relato –el imperante– señala que tanto en España como en México –o en tantos países– parece que los partidos están en las últimas, o por decirlo a la moderna y a la antigua, están en modo “cantos de cisne”.
Este hastío democrático se da en los países europeos –en cuyo contexto del relato predominan las “personas de edad”– tanto como en países donde aún predominan los jóvenes, aunque sea por poco.
En los de allá, muchos de esos jóvenes son segundas o terceras generaciones y han desarrollado un miedo al futuro, a no tener expectativas… y, al mismo tiempo, dando por seguras muchas certezas… bastante inciertas; en eso de creer que nunca van a dejar de tener según qué cosas coinciden con los jóvenes de acá, donde la falta de expectativas creo que la asumimos por igual “ustedes los jóvenes” y “nosotros los viejos” –tengo casi 55–; cosas de las pirámides invertidas.
Es curioso que todos los jóvenes –menos de 40–, de acá y de allá, en su mayoría, han nacido y crecido en democracias “de partidos”; incluso en México, las primeras elecciones –estatales– perdidas por el PRI, datan de los 80… del siglo XX. O sea, son, cuando mucho, un recuerdo vago para cuarentones… Los de treinta, ni estaban.
Dicha falta de expectativas –o percepción de que no las hay, que parece lo mismo pero no lo es: ahí entra la narrativa– provoca revelaciones y rebeliones: contra el entorno, unos, pero otros contra el sistema, la sociedad, que no les da y, a su modo de ver, no los acepta: si no se integran del todo, no están representados…
Vuelve a ser curioso que, según las zonas –geográficas y/o de influencia–, la moderna radicalización retoma los esquemas políticos tradicionales: en México, anti-PRI, por parte de quienes, en su mayoría, no lo conocieron… y se cobijan o se acercan a grupos nuevos formados por escisiones del PRI y que reproducen muchos de los usos y costumbres –presidencialismo autoritario (caudillismo), corporativismo– de ese régimen de partido único del que oyeron quejarse a padres y abuelos.
No es nuevo: en la Francia de los 80, Le Pen padre tenía mucho apoyo de los hijos de emigrantes… contra los nuevos emigrantes… Algunos de los cuales, años después, terminan acercándose –que no deja de ser una manera de alejarse de su pasado– a la hija de Le Pen, o bien a otras radicalizaciones políticas… o religiosas, de todas las religiones, casi siempre más cerradas, más conservadoras que lo que impera.
En España, veo a la distancia que los hijos de la gente de mi edad, de quienes, en muchos casos por primera vez, pudieron ir a la universidad, viajar, comprar una casa –ser clase media, pues– se rebelan contra lo establecido y “compran” conceptos como el de “la casta” –hace tiempo–, o últimamente la aberración de la frase que acaba en -ote; unos y otros coinciden, odiándose, en criticar a esa democracia y querer una en la que quepan… porque algunos les dicen –otra vez el relato y la narrativa: suelen hacerse pasar por un falso nosotros– que, como en la democracia caben tantos, ellos no caben…
No es algo ni siquiera nuevo: Orwell o Bradbury, hace más de medio siglo, ya lo avisaron: el relato es el odio, el miedo, el fanatismo… pero narrado en modo eslogan.
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