El ingenio de los pastores se desarrolló siempre al compás de lo que le sugería el hambre y le ofrecía la naturaleza. Más liberal y fecunda en tierras del Sur que en las del Norte, las lluvias hacían brotar a primeros de año los espárragos trigueros (asparagus acutifolius L), cultivados por los egipcios hace seis mil años y que no precisan sino un sofrito de ajo, pan, vinagre y pimentón.
Poco después nace en los prados el cardillo (scolymnus hispanicus), cuyas nervaduras violáceas, despojadas de la parte espinosa, se añaden al puchero de garbanzos o a la sopa de pan y les confieren un gusto suavemente amargo, incomparable.
Verduras silvestres como la acedera (rumex acetosa L.), de sabor avinagrado, depurativa y refrescante, que tiene la virtud de deshacer las espinas del pescado cuando con ella se rellena; o el armuelle (atriplex hortense L.) sembrado antaño en huertos y hoy asilvestrado, que se pica y saltea con manteca de cerdo, perejil y pimienta molida; o la verdolaga (portulaca oleracea L.), plaga de los huertos para algunos pero que abunda en los pedregales y las tierras áridas y su gusto sutil complementa los guisos de legumbres secas.
¿Y qué decir de las collejas, planta que crece al borde de los sembrados y que crudas o en tortilla aventajan a cualquier ensalada de vivero? ¿Y la vulgar ortiga (urtica dioica)? Rica en hierro, vitamina C y otros minerales, desde tiempos remotos el hombre la utilizó para depurar su organismo a la llegada de la primavera y los pastores la echaban a sus guisos como si se tratase de acelgas o espinacas, sólo que con un sabor más delicado.
A principios de verano encontrarían en los regatos de agua helada de los puertos de montaña las pamplinas o corujas (samolus valerandi L), hierba menuda y refrescante que se tomaba en ensalada, y más abajo, en los manantiales, berros de hoja picante que convertían su almuerzo de pan y queso en un festín de dioses.
Imagen Santiago Bayon Vera